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Ábrete de orejas

Sobre la relación entre padres e hijos conversan dos libros recientes: 'Cosas de niños', de David Wagner, y 'Leer con niños', de Santiago Alba Rico

"No se puede escribir de la infancia sin un mínimo de poesía" LP / DLP

"La añoranza que sentimos por nuestra niñez no es del todo justificable, porque su abandono nos permite vivir sin temor al escarnio público. Y es que, aunque normalmente nos resistimos a los cambios, en el fondo no somos del todo inconscientes de la cantidad de ventajas que nos supone nuestro nuevo estado. Lo que perdemos en cuanto a generosidad impulsiva lo ganamos en generosidad meditada a la hora de juzgar a los demás. Y algo más: el terror desaparece de nuestras vidas; dejamos de ver al diablo en las cortinas del dosel y de quedarnos despiertos escuchando el viento. Dejamos de ir a la escuela. Y si bien cambiamos un fastidio por otro quedamos, al menos, liberados para siempre del miedo a las reprimendas. Con todo, habremos de admitir que hemos sufrido una transformación y que, aunque no nos divertimos menos, [...] el placer de la sorpresa se ha extinguido", escribió Robert Louis Stevenson en Vivir, un libro que reúne sus ensayos personales y biográficos.

Del placer de la sorpresa que experimentan los niños (y de la que los adultos no volvemos a saber nada) habla un libro publicado recientemente por Errata naturae, Cosas de niños, del escritor alemán David Wagner. A lo largo de sus páginas, Wagner nos pone ante el espejo de nuestra infancia a través de los pequeños rituales y procesos a los que asiste como padre de un niña que es como un mago, pero un mago que juega sin trampas, con las mangas subidas y todas las cartas visibles sobre la mesa: "La niña me hace sentir niño otra vez. Y me hace pueril otra vez. Hacerse mayor significa también hacerse cada vez más joven. Y, con la mirada de niño recién adquirida o simplemente adoptada de nuevo, el mundo vuelve a ser comprensible".

Decía Francisco Umbral, en Mortal y rosa (obra en la que el autor dejó constancia del dolor por la muerte de su único hijo, con tan sólo seis años), que "si no hay transparencia no hay escritura. Quizá la literatura sea eso. Desaparecer en la escritura". Es precisamente esa transparencia lo que hace de Cosas de niños una pieza única, una obra maestra de los escritos de iniciación: "Nuestra casa se va, dice la niña cuando el tranvía avanza y todo lo que está delante de la ventanilla parece moverse. Todo se va, dice la niña, y desde luego tiene razón. El tiempo lo transporta todo. La niña saluda a todos los tranvías que pasan, todos los tranvías reciben su despedida. Alguna vez se le olvida porque tenemos que cruzar una calle, se pone a llorar y solloza: No he podido saludar al tranvía".

Cosas de niños es poesía pura, como la terrible confesión de Umbral de que "sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú", como los libros de Jostein Gaarder, como El principito de Antoine de Saint-Exupery, como Industrias y andanzas de Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio, como El polizón del Ulises de Ana María Matute, como el diario de Ana Frank. Yo diría que no se puede escribir sobre la infancia sin un mínimo de poesía. O por mejor decir, de transparencia. Cosas de niños es una lectura que deja huella, te conmueve, te rasga, te desgarra por su sencillez, a despecho de todos los obstáculos, de todas las dificultades, de todos nuestros temores de personas adultas.

No conviene leer Cosas de niños, sin embargo, como un libro infantil. En primer lugar, no lo es. Y en segundo, es un libro inusual y singular. Una delicia, una de esas obras que hay que leer lentamente, para paladear sus frases, sus imágenes, sus reflexiones y, sobre todo, dejarse arrastrar por ese tono cálido, envolvente que hace que conectemos con el autor (que tuvo una infancia desgraciada narrada Meine nachtblaue Hose), como si fuese un amigo que nos está contando las travesuras de su hija: "La niña se interesa por todo lo que me pertenece, la niña hurga en el cajón de mi escritorio y yo me digo que no me importa nada. Se me viene a la cabeza que yo tampoco tuve reparos en rebuscar en el escritorio de mis padres. [...] Yo iba en busca de un misterio, eso me parecía a mí. No sé lo que buscaba, lo que quería saber o encontrar, quizá sólo quería saber sí a fin de cuentas, como yo esperaba, había algún misterio".

No se puede hablar de niños y literatura y olvidar Leer con niños de Santiago Alba Rico, publicado en 2007 en el sello Caballo de Troya y reeditado ahora por Literatura Random House con honores de estreno. El libro de Alba Rico, que además de escritor y filósofo trabajó como guionista en el programa La bola de cristal, donde creó el personaje de Amperio Felón, el malvado capitalista comeniños, no es un libro para hijos, ni para padres, sino para todo el mundo que quiera aprender a mirar la literatura de otro modo, para conocerse mejor. Aquí se habla de otros libros: la Ilíada, Los viajes de Gulliver, Casa desolada, El gran Meaulnes, Otra vuelta de tuerca, La isla del tesoro, Matar a un ruiseñor..., pero también de autores como Herodóto o Cervantes cuyas obras son el pretexto para hablar de la vida, o más bien, de cómo afrontarla desde la infancia y con la ayuda de los libros.

Leer con niños no es una guía de lectura como las que normalmente están acostumbrados a ver en las librerías con títulos tan rimbombantes como anodinos, pero sí aborda ciertas obras de la literatura universal para responder a dos preguntas primordiales: "¿Para qué sirven los libros?" y "¿para qué sirven los niños?" Se trata, pues, de un libro audaz donde el autor se explaya con una pasión, una inventiva a prueba de bomba nuclear, que resulta idiota intentar definirla. Lo mejor es prestarle oídos. "La naturaleza ha creado las orejas abiertas", escribió Rabelais, "sin puerta ni cerradura alguna, como los ojos, lengua y demás órganos del cuerpo, para que durante todos los días y todas las noches podamos oír y aprender, para el cual es el sentido más apto y organizado".

En Leer con niños, Alba Rico mezcla la autobiografía (cuando sus hijos Juan y Lucía eran unos bebés les leyó la Divina comedia en voz alta para que dejasen de llorar) con el ensayo y la narrativa para denunciar una realidad en la cual las minorías son los verdaderos lectores: "Mientras se mantiene el analfabetismo real en los países pobres, aumenta el analfabetismo funcional en los países ricos. Mientras se multiplican los medios tecnológicos de registros y archivo de la humanidad, flaquea y agoniza la memoria individual de los humanos. Mientras se multiplican la palabras -tiene razón García Márquez- en todos los formatos, se extinguen las frases largas. [...] En estas condiciones, los libros no hace falta ni quemarlos: se descatalogan solos a medida que salen de la imprenta. En estas condiciones, los libros -pobrecitos- no pueden defenderse a sí mismos. En la mitad pobre del mundo son inalcanzables; en la mitad rica se distinguen ya mal de una chocolatina o un electrodoméstico".

Al cerrar Leer con niños, esa sensación gratificante e inconfundible ante la obra bien concebida y mejor rematada (los libros existen "para descubrirnos que en el mundo hay a veces primaveras y hay casi siempre guerras") enciende ya en nosotros la esperanza que acompaña a todo feliz nacimiento: en este caso el de un escritor y ensayista, de quien cabe esperar en un futuro sorpresas aún mejores con las que estrechar lazos entre padres e hijos y libros.

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