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Entre la 'panza de burro' y el asno que nos lleva

José Marrero traza una analogía entre el animal y el conocimiento y la vivencia insular en 'Paisajes con burro', su segundo poemario

José Manuel Marrero. LP / DLP

Uno de los personajes más célebres de la Isla de Lobos, en los años sesenta y setenta del siglo pasado, era el burro Perico. Con su corte de pardelas y alfombra de arena rojiza, era el contrapunto exacto del no menos célebre Antoñito el Farero, a quien le daba serios quebraderos de cabeza, pues una de las habilidades legendarias del solípedo era adentrarse en su almacén a la zorruna, y abrir con los dientes los botellines de cerveza, que se bebía por cajas... luego, para celebrarlo, acudía puntual al muelle, y se zampaba, también de extranjis, algún sombrero o bolso de paja de las guiris que aguardaban por la lancha de retorno a Corralejo...

Es uno de los posibles ancestros del sabio animal que protagoniza Paisajes con burro (Editorial Baile del sol), el segundo poemario de José Manuel Marrero Henríquez (Gran Canaria, 1962). Si bien éste es, acaso, más estoico y "silente", más telúrico también, en parte estrellado y en parte enarenado, con nutridas alforjas para representar, de orejas a rabo, no sólo el percibir y el existir insulares, sino también el proceso mismo de escritura. Vistos a escala humana, desde nuestras burras entendederas, ¿cómo será cada miembro que no vemos del burro de la célebre panza que puntualmente nos visita? Una criatura salida de su vientre -pues también es panza de burra- podría ser el protagonista de Paisajes..., cuya totalidad cabe en esta imagen: "El burro, - advertencia herbívora, - cuatro patas - una verga". Y "el pelo de la oreja", se señala, "es sin duda el punto más al sur de Europa".

Desde todos los ángulos se acaricia, el lomo ceniciento del burro, para colegir que, a su imagen y semejanza, "el ser abreva / en sus circunstancias, es / en su estar". Se trata de un burro humanizado y humanista, que avanza sorteando logradas afirmaciones minimalistas. Hay, en efecto, aforismos -"El burro mastica / la oscuridad del establo", "Burro y estrella en armonía / casan la tierra y el deseo"...-; greguerías, como "la arena (es) fin infinito de granos y estrellas", "El burro come papel biblia" o, más ortodoxa en el sentido ramoniano del género, "El burro, tras la siesta, / es el médico de la Tierra"... Y, sobre todo, proliferan autónomos tercetos que son cuasi-haikús, y que (conforme, a su vez, a la definición que hace el fundador del género nipón, Matshúo Basho: "El arte de meter el universo en un sombrero") sintetizan los múltiples y unívocos trasfondos de este poemario; así, por ejemplo: "Grano de arena al viento, / enciclopedia mínima / firmamento"; "La tierra y el cielo / son trasuntos de la orina / en el desierto"; "Burro casi esqueleto / burrito querido en el páramo seco, / rebuzna tus secretos"; "Con aliento adentro / burro y estrella respiran / la tierra con el cielo", etcétera.

Esa combinación de minimalismo colorista y la utilización de un animal tan elemental como hilo conductor del poemario, reduce la dosis de cripticismo y centrifugado de Reversos ejemplares (2010), el anterior y primer libro de poemas de Marrero, pero, en cambio, no le quita un ápice de transversalidad y sugerente polisemia. Frente a la mala prensa que padece tradicionalmente el burro (emblema de la ignorancia y de la opacidad: "Borriquito como tú" y "La carne de burro no es transparente", respectivamente-, es convertido aquí en encarnación de la sabiduría (no sin un cierto misticismo-zen); una corporeidad en que confluyen la pureza de infancia y la honorabilidad de la experiencia acumulada; por ejemplo: (el burro) "huele bien, rudo / y tierno, a ancianidad acordada".

Por momentos, su grupa (semejante a la roca) deviene en analogía del espacio insular, y al mismo tiempo, en actor insular, pues entre los múltiples epítetos que apuntan a una cósmica sabiduría ("burro de estrellas", "burro irreductible", "burro clásico", "silente el burro", "burro sesteante"...), pronto se nos advierte que se trata de un "burro playero", capaz de transmutar, por lo demás, milagrosamente, la arena en pasto... De forma explícita, en algunos fragmentos, Marrero Henríquez sitúa a su burro como emblema, asimismo, de la resistencia ecologista frente a la especulación turística y del progreso maquinal, en sintonía con su adscripción -como docente de Teoría de la Literatura- a las denominadas corrientes 'ecoliterarias'.

Pero otro sesgo en la noria de la lectura, permite atisbar que este burro alude también al proceso de escritura misma. "Burro gozne, burro bisagra, / burro pestillera y llave / de la vida entera", se nos dice, a la búsqueda de la juntura entre el misterio de la existencia y el de la propia expresión poética. "La pezuña raspa el suelo / para enterrar el punto / que a su interrogación falta", se explica a la entrada del poemario. "Burros todos de tinta y de arena", se agrega en otro momento, para situar al "borrico" como la encarnación del intersticio: "Un burro, un deseo, una tregua... (lo que queda sin prever, arbitrio de un momento, hueco, vacío...)".

De un modo más explícito, se enumera: "Negras son / la pupila del ojo / que al rincón mira, / la lágrima que baña / el paisaje en la retina, / la hierba que paladea / la lengua que regurgita".... Es decir: se nos está hablando, al mismo tiempo, de las ("negras") letras de la página y de los procesos interiores ("... mastica la oscuridad del establo") del poeta mismo.

Así pues, según los tramos, el burro es el poema y el poeta es el burro. Esto es, se trata de "el mulo en el abismo", que avanza cauto y lento por el desfiladero, como en el célebre poema de Lezama, y se trata del poeta subido a lomos del borrico, como el narrador álter ego de Juan Ramón Jiménez en Platero y yo. En una de las escenas más memorables de este libro, los chiquillos le lanzan piedras, gritándole al poeta: "¡Es el loco, el loco...!".

Pensamos que, a caballo, entre el candor espumeante de Platero y la mentada sabiduría socarrónica de Perico, cabe situar al burro cósmico -y, en cierto modo, indolente- de Marrero, a cuyo álter ego le basta con ver a su animal coceando las nubes en la orilla playera para divisar así el universo: "Terco, seco el páramo / y azul el cielo, / el burro escarba su pregunta / en el suelo".

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