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El Imparcial detuvo la lucha

Los 33 españoles de Baler conocieron por un periódico deslizado por el enemigo que Filipinas estaba perdida

El Imparcial detuvo la lucha

Tras el desastre del 98, con la destrucción de la escuadra española en Santiago de Cuba y en Cavite, con la pérdida de Cuba, Puerto Rico, Filipinas, las Carolinas, las Marianas y las Palaos, con su coste moral, económico y humano, la gesta de Baler es motivo de admiración y de orgullo.

El 2 de junio de 1899, tras casi un año de sitio, 33 soldados españoles evacuaron -que no rindieron- la iglesia de Baler, convertida en fuerte; no lo hicieron obligados por la fuerza de un adversario muy superior, ni por enfermedad, hambre o agotamiento, de los que abundaban, sino por la certeza -que se había hecho esperar- de que el suelo que defendían ya no era de España.

Los pormenores del asedio de Baler, una localidad de dos mil almas perdida en la costa Este de la isla de Luzón y aislada por la impenetrable sierra de Caraballo, se conoce sobre todo por el libro El sitio d Baler (1) del teniente Saturnino Martín Cerezo, único oficial con mando, superviviente del sitio tras la muerte del capitán De las Morenas y del teniente Alonso. Dicha crónica fue después novelada y ampliada, en varios capítulos de Los héroes de Filipinas, y llevada al cine en Los últimos de Filipinas, película que, con algunas licencias como la aparición de la tagala Nani Fernández, popularizó el histórico episodio.

El sitio de Baler se inicia el 27 de junio de 1898, mes y medio antes de la capitulación de Manila, y finaliza diez meses después de aquélla. La obstinada negativa de los españoles a rendirse se debió a que no consideraron probado que la guerra ya había terminado. Sólo cuando el 2 de junio de 1899 leyeron en un número de El Imparcial, deslizado por los sitiadores, una noticia sobre un compañero de Martín, con detalles que no podían ser inventados, creyeron que el periódico era auténtico, y, por tanto, todo lo relativo a la pérdida de Filipinas.

No cabe duda de que la defensa de la iglesia de Baler fue muy heroica, que allí brillaron las virtudes militares, que el valor, la tenacidad y 1a capacidad de sufrimiento rayaron a gran altura, y que todos estos valores tradicionales del español de ayer fueron imprescindibles para resistir tan largo y penoso asedio; pero también es cierto que tales virtudes no hubieran bastado de faltar algo menos característico del genio hispano: una meticulosa y perfecta planificación militar y doméstica, como la construcción de un lavadero con pipas de vino, un pozo de agua, fosa séptica, letrinas y horno de pan; como la reconstrucción de 1a techumbre y de la torre, y 1a confección de calzado, de ropa y de banderas de España con las sotanas de los monaguillos; como el cultivo de una huerta junto a las mismas trincheras, etcétera. A tales efectos fue una suerte que la tropa contara con zapatero, cantero, panadero, herrero, cerrajero, cocinero y sastre; como lo fue, a efectos sanitarios, contar con el oficial médico Rogelio Vigil, muy valioso también como combatiente.

El arrojo brilló en todo momento, como en la arriesgada salida de un soldado para incendiar el cuartel de la Guardia Civil y las escuelas, que por su situación dominante y por su proximidad a la iglesia, eran una grave amenaza en manos de los tagalos. A mediados de sitio tuvo lugar una de las acciones más decisivas del mismo: la salida de quince hombres que, gracias a su audacia y a la sorpresa, lograron quemar el pueblo entero, talar un bosquecillo que ocultaba los movimientos del adversario, destruir sus trincheras, aprovisionarse de madera y de herrajes y -objetivo principal de la salida- proveerse del fruto de los naranjos de la playa mayor, y de unas tentadoras calabazas que tenían a la vista, con las cuales, y con sus retoños de huerta, mejoró mucho la salud de la tropa, que hacía seis meses que no probaba alimento fresco.

El obligado alejamiento -a unos 40 metros- de las nuevas trincheras de los tagalos no les impidió llegar un par de veces a los muros de la iglesia; en el último asalto, tan sólo cuatro días antes del fin de las hostilidades, los sitiadores perdieron 17 hombres por ninguno los españoles. La extraordinaria puntería adquirida por éstos propició que, frente a catorce muertos por disentería y beri-beri durante todo el sitio, sólo tuvieran dos por arma de fuego. Dicho tino restó mucha eficacia al moderno cañón de los sitiadores, cuyos artilleros no se atrevían a dispararlo por no guiar con el fogonazo, las balas españolas. Por su parte, los sitiadores disponían de un viejo cañón que causaba más daño a propios que a extraños, pues aun amarrado a una viga, su retroceso lo lanzaba contra el muro con riesgo de derribarlo y de aplastar a los artilleros.

Las fatigas y la penuria de los españoles se distraían con cánticos y con juergas diarias en el corral, para engañar además al enemigo sobre su crítica situación. Ello formaba parte de una guerra psicológica que incluyó el regalo de vino de Jerez a los sitiadores. Por su parte, los tagalos les recordaban a los españoles su privación de mujeres, pero, como escribe Martín Cerezo: "... por desgracia y por fortuna la situación lamentabilísima en que vivíamos quitábale poder a este recurso, pues nos guardaba muy bien contra la sensualidad y sus deseos". La verdad es que la escasez de los nuestros era grande. Incluso en los inicios del sitio, como relata, muy cervantinamente por cierto, Martín Cerezo: "...unos cuantos sacos de harina fermentada, algunos más de arroz, otros que habían tenido garbanzos pero que ya no tenían más que polvo y gorgojos, algunas latas de sardinas muy averiadas, habichuelas pocas y malas, algunas lonchas de tocino hirviendo en gusanos, azúcar abundante, pero ni una chispa de sal".

Cuando ya en plena guerra filipino-americana, extenuados y sin víveres, llega el momento de capitular, los filipinos aceptan íntegramente el acta redactada por Martín Cerezo y se suspenden las hostilidades. Los españoles no quedan prisioneros sino libres, para ser acompañados hasta lugar seguro para su regreso a España. Dada la debilidad de la tropa para acarrear las armas y el riesgo de que sirvieran de pretexto para atacarles, Martín declina el honroso ofrecimiento de conservarlas. Salen, pues, los españoles de la iglesia con sus armas, entre dos filas de soldados filipinos que les rinden armas, y ellos entregan las suyas al comandante de los sitiadores. Viven unos días más en la iglesia, con grandes muestras de afecto y de admiración por parte de los tagalos, que manifiestan un vivo interés en visitarles y contemplar sus medios de defensa. Cuando tras un mes de recorrido por agrestes parajes llegan al cuartel general filipino en Tarlac, el propio presidente Aguinaldo les transmite su decreto de 30 de junio en el que, tras un elogioso preámbulo, mandaba que no fueran tratados como prisioneros sino como amigos.

Tras cruzar las líneas americanas, reciben en Manila toda clase de honores y agasajos; muchos menos a su llegada a Barcelona, y casi ninguno en Madrid. Eso sí, hubo cruces y ascensos para los oficiales, medallas y pensiones vitalicias de 180 pesetas anuales para los soldados, y de mil para los oficiales; algo menos que la pensión de diez mil con que se dotó al Marqués de Estella en premio por la precaria paz de Biac-na-Bató entre España y los filipinos, en diciembre de 1897.

Sin olvidar la injustificada agresión americana en Cuba y Filipinas, pocos reproches cabe hacer a su actuación con los españoles de Luzón tras la cesión de Filipinas. En abril de 1899, ya en plena guerra filipino-americana, el torpedero yanqui Yorkville vino a rescatar a la guarnición de Baler, pero los tagalos se lo impidieron causándoles un muerto y haciéndoles catorce prisioneros.

Por otra parte, uno de los más valiosos elogios que se hayan hecho a los héroes de Baler se debe al brigadier Fred Funston, que fue testigo en San Fernando de la Pampanga del paso de los 33 por las líneas americanas hacia Manila, y que en 1900 estableció la primera guarnición americana en Baler, rendida pocos meses después a los filipinos.

En los Anales del Instituto de la Marina de los EEUU hace Funston un encendido elogio castrense de los soldados de Baler, expresa su deseo de que cada uno de los oficiales del Ejército americano lea el libro de Martín Cerezo (traducido al inglés en 1910), y finaliza su discurso con estas emocionadas palabras: "El que no se sienta animado a grandes hechos por este relato de heroísmo y devoción al deber, verdaderamente debe tener un corazón de liebre".

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