“París siempre será París, pero le falta la Covachuela”. Y el hostelero salmantino, veterano de la noche estudiantil, lanzaba al aire las monedas que tenía en la bandeja con gran estruendo en la caída para que la clientela mirara hacia su persona. El techo de Covachuela con viejas maderas agrietadas estaba decorado con todo tipo de monedas. A quienes acabábamos de regresar de un viaje a la capital francesa aquella propaganda en los aledaños de la Plaza Mayor salmantina se fijó como una recurrente cantinela. París siempre será París. Así los atentados han llegado a lo más hondo. El miedo es un mal aliado para reflexionar y nadie puede abstraerse de la amenaza. Nadie está a salvo del ataque de los terroristas del ISIS. Ni aquí en las Islas, donde una joven de Lanzarote reclutaba combatientes, ni en Bali ni en Madrid. Nuestro progreso está construido sobre la barbarie pero sabemos que con la barbarie no se logra levantar un auténtico desarrollo.

La tribuna que P. Maurice firmó el pasado martes en LA PROVINCIA señala en una dirección correcta: Queremos compartir las calles con musulmanes, judíos y ateos para manifestarnos en contra de los terroristas yihadistas. Un titular del periódico francés La Croix ese mismo día también se enmarca en esa línea, “Les musulmans face a l’ islamisme”.

El fundamentalismo, una perversión de toda religión, suele manifestarse en algunos tiempos más que en otros. Este que nos zarandea recuerda más a una violenta Edad Media, al final del imperio romano, que al virtual siglo XXI de las luces de la cibernética. Una de las cuestiones principales en el presente es saber a dónde quieren ir los musulmanes y qué pretenden hacer con su religión. La historia recuerda que entre los siglo XI y XIII los chiitas ya mataban príncipes sunitas. ¿Y diez siglos después? ¿Es el verdadero Islam fundamentalista? ¿Cómo es posible que en su interior hayan podido nacer personas capaces de matar de forma tan indiscriminada?

No actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma no del cuerpo. Estas eran palabras de Benedicto XVI en aquella controvertida conferencia en la Universidad de Ratisbona. Hoy resuenan en nuestro interior con más fuerza que entonces.