Escuchar a Pedro Ortega ha sido motivo de esperanza. Es un hombre feliz, hasta con el presupuesto autonómico. “Arquetipo ideal de hijo” para Andrés Mejías, es también modelo admirado por muchos de los que le contemplaban en el Hotel Santa Catalina. El consejero de Industria del Gobierno de Canarias ha demostrado con naturalidad y sencillez como quiere y defiende a su tierra, sin que sus palabras suenen a hueco discurso preelectoral. Ortega sabe de lo que habla y habla de lo que sabe. Da la impresión de que mantiene buena relación con la Virgen del Pino, como fiel hijo de Teror, y que no faltará su ayuda para trabajar con eficiencia y resultados por un camino que le lleva a dialogar, gestionar y resolver los graves asuntos del departamento que le ha encomendado Fernando Clavijo.

Con su acreditada y reconocida experiencia en la empresa privada, por encima de méritos cívicos, intelectuales o académicos, es un político excepcional que ha manifestado un compromiso sólido con una gestión. Aunque en su fuero interno siente la modesta vocación de un vendedor de fideos, Pedro Ortega ha ofrecido una soberana lección de servicio y de responsabilidad con Canarias.

Solo aspira a que al final de su paso por el gobierno, con hechos que sustenten sus discursos, se pueda decir de él que “no lo ha hecho mal”, pero aunque no es como empieza sino como termina, su gestión goza ya del beneficio de la herramienta del diálogo. Como susurraba un líder empresarial en el encuentro, a sus habilidades y a su preparación, a Ortega se le reconoce como un tipo bueno, “en el buen sentido de la palabra”. Y si Cicerón escogió la honestidad como la gran virtud del hombre, el consejero de Industria ha superado la prueba con sobresaliente. Y ese es el rasgo diferencial que distingue de otros personajes de la política canaria.