"Me resisto a admitir que mi existencia no tenga otra finalidad que la de ser un simple espectador crítico de la realidad que me rodea", escribió Carlos Suárez en su libro autobiográfico Mañana será mejor. Un título que resume de manera muy gráfica su sentir, tras una activa y arriesgada lucha contra la dictadura. Él no fue, ni mucho menos, un mero espectador de la realidad que le rodeaba; sino un protagonista de primer orden que trató de cambiarla. Recibió por ello el apodo del Látigo Negro, en reconocimiento a los resultados de su actividad como abogado laboralista.

Y es que, en pleno franquismo, se dedicó en cuerpo y alma a defender a los trabajadores más desfavorecidos de aquellos tiempos: los aparceros, portuarios y guagüeros. Carlos Suárez murió la noche del pasado jueves y fue enterrado, por voluntad propia, en la más estricta intimidad. Tenía 84 años y una dilatada vida sobre sus espaldas. Tras retirarse de la política activa en la década de los 90, aptó por el anonimato y se resistió a conceder alguna de las no pocas entrevistas que se le solicitaban: "El pasado, pasado está", reflexionaba. Vivió sus últimos años escuchando música clásica, atendido por los suyos y sin abandonar uno de sus peores vicios: sus vecinos del casco de San Brígida aún lo recuerdan fumando en su balcón.

El hombre y su leyenda

Sobrino de Eduardo Suárez, el pensamiento y la acción del Látigo Negro estuvieron marcadas por un hecho aciago: el fusilamiento, nada más empezar la guerra civil, de su tío y diputado del Frente Popular. Carlos Suárez hablaba de él con frecuencia a sus compañeros de lucha, en un tiempo en que fue pionero en convertir su despacho laboralista en un arma contra el franquismo.

Como Antonio Cubillo en Tenerife, estableció un sistema de 'igualas', es decir de cuotas de los trabajadores con las que cubrir la defensa de cualquiera de ellos en caso de necesidad. Entró como pasante en el despacho de Fernando Sagaseta y ahí, en Viera y Clavijo, compartió años de actividad jurídica con el también abogado laboralista Augusto Hidalgo Champsaur. Abrió al tiempo su propio despacho en Vecindario, a donde acudía dos o tres veces en semana para atender a los apareceros, que llegaron a hacer cola ante su despacho. Ganó algunos juicios significativos y el hombre comenzó a dar paso a la leyenda. Su capacidad para la oratoria y su aspecto de galán de cine (fue actor aficionado y participó en diversas representaciones de la época) terminaron por dar forma al mito, que ni la desmemoria colectiva ni la interpretación sesgada de la historia han logrado borrar.

Tragarse las palabras

Corría el año 68 y Carlos Suárez ofrecía en el exterior de una casa de Juan Grande, prestada para la ocasión, uno de sus discursos para "elevar la conciencia de las masas". Lo hacía ante un centenar de aparceros y compañeros del PC, cuando vio acercarse a la Guardia Civil. Ante la eventualidad de una detención, como la que (aún sin saberlo) se estaba produciendo en Sardina, se metió en la boca el papel en el que tenía anotadas algunas ideas que quería transmitir. Y anduvo un buen rato rumiándolo al tiempo que seguía hablando, de forma cada vez más incomprensible, hasta que logró zamparse la 'prueba del delito'.

Aquella fue de las contadas veces en que el Látigo Negro, afamado por fustigar con su oratoria, decidió tragarse las palabras, precisamente para poder seguir usándolas contra el régimen. Menos suerte tuvo durante la huelga portuaria de ese mismo año: "El aparato del partido decide que el Látigo Negro debe acudir al puerto una vez iniciada la huelga. Yo voy a negociar una salida y me espera la policía, que tenía preparada una salida para sacarme del puerto por temor a que mi detención produjera una revuelta, dado el nivel de movilización de la gente de La Isleta".

Tras ser procesado por sedición por el Tribunal de Orden Público, con petición de ocho años de condena, Carlos Suárez pasó a la clandestinidad durante siete años: primero en Francia, luego en Tenerife y por último en su propia casa. Ya en democracia, se presentó a las elecciones del 77 por el Pueblo Canario Unido, sin lograr su acta de diputado. Tampoco la obtuvo en el 79 y volvió a la abogacía hasta asumir la gerencia de Guaguas Municipales por un corto período de tiempo. Y, tras algunos amagos de volver a la política, la abandonó definitivamente: "Terminé aburrido y tirando la toalla. Con lo que se puso en evidencia lo que realmente soy, independientemente del papel que haya podido jugar en un momento determinado en la historia de la clase obrera canaria. Un idealista ingenuo, que aprovechó sus condiciones para dormir con la conciencia tranquila, pero que debió equivocarse. Y se quedó solo, pensando que mañana será mejor".