Cálida acogida del público de la primera función al elenco vocal que protagoniza Roberto Devereux, de Donizetti, un híbrido de belcantismo lírico y dramaticidad desmelenada que exige mucho de los cuatro cantantes principales. Justo premio a la voluntad de darlo todo y encarar cada uno de los retos de la absurda partitura con pundonor y entrega merecedores de una muy alta calificación. El compositor se preocupa muy poco de crear música y aún menos belleza. Su pauta es montar las armaduras de un canto de máximo riesgo para divertir o asombrar al público a golpes de virtuosismo canoro. En este titulo de plena madurez, el último de la trilogía Tudor, prueba una estética de la tragedia que no aparece en los anteriores, Bolena y Estuarda, y señaliza a la perfección por su distancia de Verdi -que hizo lo mismo durante casi toda la primera mitad de su catálogo- la diferencia entre la artesanía y el genio.

Si había una ocasión para exhumarlo era precisamente la confluencia de cuatro cantantes como la gran soprano griega Dimitra Theodossiu, quizás la más celebrada Elisabetta de la actualidad por la acerada solidez de su voz extensísima (concluye la obra con un firme y prolongado mi sobreagudo, mientras que sus frases graves, de pecho, son perfectamente audibles), la agilidad y el color argénteo compatibles con una emisión de cuerpo rotundo, sin desmayo alguno, la absoluta facilidad del paso entre registros y el ataque sin apoyaturas. Por encima de todo ello, un temperamento apasionado y unas maneras actorales que, en la medida de lo posible, dan credibilidad al personaje en su contexto manierista. El público premia todas sus intervenciones y se vuelca sin reserva en la apoteosis final. Me recordó en muchas cosas a Montserrat Caballé, protagonista de este rol en el Festival de 1980.

Con ella luce Nancy Fabiola Herrera, de manera impresionante, su registro de mezzo aguda, sin problemas en la altura y, a pesar de un repertorio de roles más pesados, la siempre cuidada pureza de su técnica de coloratura. Magnífica estilista en éste y en otros territorios, da Herrera una soberbia lección de buen cantar, con su característica calidez, su comunicatividad y un código teatral tanto más eficaz cuanto más austero e intenso. Perfecta expresividad en toda la obra, con cambios de carácter en voz y gesto que la confirman como profesional y artista de primer orden. También para ella suenan aclamaciones de lujo en los finales de escena, de acto y de obra.

El tenor Francesco Demuro va de menos a más en el papel titular. Parece al comienzo un tenor ligero de escaso espesor, siempre bien timbrado pero inseguro. Pero acaba levantando al público cuando calienta el metal, lo ensancha y adquiere slancio en curioso paralelo con el compromiso técnico de sus páginas. La de la cárcel en el III acto, inatacable como un canon. La voz llega a sonar suntuosa y arrolladora, fácil en toda la gama, brillantísima en las tensiones supremas. Es otro triunfador.

Y el barítono Luis Cansino muestra una excelente línea de canto y una entrega mucho más que pundonorosa de su oscuro instrumento, al principio abierto y desigual, pero enseguida bien templado, enterizo y noble. Un buen cantante.

Entre los compromisarios destaca poderosamente la claridad y el saber del tenor Francisco Navarro, admirablemente caracterizado y con muchas y nada fáciles intervenciones. Víctor García Sierra y Airam de Acosta presentan sus personajes con dignidad.

Mario Pontiggia asume en este caso toda la creación visual en una nueva producción marcada por la desigualdad. Sus figurines son ricos, vistosos y bien atenidos a determinadas gamas (dominan los ocres, tierras y variables). Como de costumbre, emplaza, siluetea con belleza y mueve muy bien a todos los elementos humanos.

La escenografía es un trabajo de aliño, pobre y soso, en el que se nota la recurrencia al almacén de decorados ACO, con elementos vistos en pasadas producciones (el biombo de Thais, por ejemplo) y enormidades como cerrar el forillo de un aposento privado con una estatua ecuestre grandeur nature. Una escena tan tremebunda como el descubrimiento por la reina de la traición de Roberto y su furia rampante sucede con el simple fondo de una cortina roja, etc. En general, la estética Tudor no aparece por parte alguna ni hay asomo gótico en el mamotretismo de los elementos fijos. Escenografía completamente equivocada, como si en esta ocasión el vestuario se hubiera llevado todo el presupuesto...

La orquesta, dirigida por Fabrizio Maria Carminati, es consecuente con el guitarrón donizettiano. Sería atrevido intentar otra cosa. La concertación funciona, con un solo desajuste molesto en toda la ejecución del primer día.