Andrei Konchalovski, uno de los grandes cineastas rusos de hoy, firma lo más importante del Boris coproducido por el Palau valenciano y los teatros de Turín y Bari. Esa aportación es la estética del imaginario ruso más genuino, en riguroso paralelo con la autenticidad de Mussorgski. Ni objetividad documental, ni exageración mitificadora. El concepto y la realización escénicos retratan con luces y colores crudos, excelente vestuario sin brillores ni lujos carnavaleros, mínimo atrezzo y una rara identificación de lo visual y lo auditivo, uno de los muchos episodios trágicos de la historia zarista, poetizado por Pushkin. La mirada retrospectiva de Konchalovski no es pura descripción sino -¡qué menos!- dura crítica del poder y su delirio en claves de presente. En los "exteriores", con espectaculares movimientos de masas, y en los "interiores" (monasterio, posada, estancias imperiales), consigue Konchalovski el vínculo secreto de lo que se ve con la fonética y la prosodia de la lengua rusa llevadas al canto, que es, por lo común, lo que se frustra en las versiones no rusas de la más rusa de todas las óperas, con su mezcla de refinamiento y barbarie, o su abigarrado barroquismo bizantinista junto a la quejumbrosa abdicación de un pueblo de humillados y ofendidos, siempre dispuesto a aplastar a quien ha adorado.

La intendente del Palau, Helga Schmidt, sabe programar para el lucimiento de sus mejores bazas. En este caso, el portentoso Coro de la Comunidad Valenciana, dirigido por Francesc Perales, que en los números épicos e hímnicos como en las caóticas invocaciones de las masas populares, en escena o "dall interno", completa una exhibición admirable de sus poderes, secundado por la Escolanía de la Mare de Deu des Desemparats y los Pequeños Cantores de Valencia. Tan solo por conocer la recreación del regista/cineasta y el alarde coral es aconsejable no perder esta producción. En el foso, Omer Meir Wellber, expeditivo y desenvuelto, parece haber recibido demasiado precozmente el testigo de Lorin Maazel. La rudimentaria orquesta de Mussorgski en esta versión original de su ópera-fetiche (1869) apenas sobrepasa el plano de lo esquemático y funcional (pan comido para la gran Orquesta de la Comunitat Valenciana, forjada por Maazel y Mehta). Pero las tensiones dramáticas implícitas en el drama y la partitura piden una concentración y una entrega superiores a las del joven Wellber. Menos mal que Konchalovsky estaba ahí.

En el elenco vocal, casi exclusivamente ruso, hay de todo: desde el timbre perfecto y la presión dramática del bajo-barítono Orlin Anastasov en el rol protagonista y el estupendo tenor Nikolai Shukoff en el Gregori, hasta la voz quemada y anciana de Konstantin Pluzhnikov en un personaje tan completo como el traidor Shuyski. En todos, eso sí, la pureza fónica y prosódica del ruso, que compensa las impurezas o el típico vibrato de muchas voces de aquellas escuelas...