Quien reniegue de Camela se enfrenta a la incomodidad de ser señalado con dedo acusador como un pretencioso elitista ajeno a los gustos con más hondo arraigo popular. Esa sería la derivación extrema del reverdecer de una vieja crítica de la cultura que todo lo evalúa por su efectividad en la confrontación con el sistema, en la que ningún gesto o estética es inocente, todo suma o resta a efectos de movilizar y cohesionar a la gente, ese difuso protagonista del gran cambio que se avecina. Es una vuelta a una forma de enjuiciar con criterios nada afinados para desmenuzar la complejidad del mundo, en la que el valor de la cultura se mide sólo por su contribución a la emancipación colectiva y el juicio político antecede y anula otras consideraciones que requieren mayor elaboración y conocimiento.

El paradigma de esa vieja/nueva crítica es Indies, hispters y gafapastas,(Capitán Swing, 2014), el libro de Víctor Lenore, periodista especializado en información musical, que con el subtítulo de Crónica de una dominación cultural y una presentación de Nacho Vegas, se ensaña con los distintos rostros de la modernidad. El libro sirve de confesión de arrepentido y Lenore, hipster desencantado, reprocha a aquellos con quienes compartió gustos y sensibilidad un afán de distinguirse del resto de la humanidad y un regodeo en el individualismo incompatibles con el ideal igualitario y la movilización social que exige el combate contra el sistema.

De entrada resulta excesivo volcar tanta responsabilidad histórica en esa desafección de los hipsters, una subcultura que apenas aflora en la epidermis de la moda y cuya visibilidad está sujeta a la volubilidad de los cánones estéticos. Las músicas blanditas de indies y hipsters, el núcleo original de sus señas de identidad, carecen de la reciedumbre sonora y el color bien visible que trajeron aquellas tribus urbanas afloradas en los ochenta.

Descalificar la preferencia por determinados productos culturales -leer a Jonathan Franzen, David Foster Wallace, escuchar a Eels, a Los Planetas o que los gustos de la reina Letizia, coincidían con los suyos son signos evidentes de que usted es un reaccionario, según el modelo Lenore- con el reproche de que sólo responden a la búsqueda de signos de distinción es ignorar que toda elección nos moldea en nuestra individualidad, incluso las que hacemos por seguir la tendencia dominante. El efecto más inmediato de la cultura en todas sus formas es la apertura a dimensiones personales que no se satisfacen por otras vías. Y eso puede tener mayor o menor intensidad, ser más o menos postizo a tenor de la actitud de cada uno, pero siempre nos individualiza y distingue del resto, incluso cuando la coincidencia en gustos nos lleva a juntarnos con nuestros afines. Esos factores que acentúan nuestro perfil individual provocan el desagrado de los nuevos/viejos críticos, más allá del rechazo a esos subtipos que supuestamente encarna la modernidad.

La cultura como forma de liberación es una concepción ilustrada que los teóricos de las primera luchas obreras afilan como arma de combate contra el capitalismo. En aquel momento educación y cultura se confunden como instrumentos emancipadores, eran indisociables, pero han dejado de serlo. ¿Alguien se atreve a defender que este es un país más culto después de casi cuatro décadas de enseñanza obligatoria y gratuita? Esos índices de lectura y de otros consumos de sectores homólogos con los que tanto nos flagelamos apuntan más a que educación y cultura son dos factores desagregados. Hemos dejado de tener analfabetos funcionales, pero los sustituimos por un amplio porcentaje de la población que tras cumplir con ese período de formación impuesta carece del mínimo interés por progresar en los caminos que hayan podido descubrir en ese proceso formativo. ¿De qué cultura hablamos en una sociedad en el que ser un ignorante es un signo de distinción televisiva? A mayor abundamiento: nadie duda del valor y del papel fundamental de la educación en lo personal y en lo colectivo, pero resulta habitual que se cuestione el gasto cultural en momentos de sequía económica. ¿Por qué juzgar entonces la cultura, también la de los hipsters, sólo desde la perspectiva de su contribución al combate social?

Para desengaño de los viejos/nuevos críticos la cultura siempre será elitista, y no sólo esa alta cultura que tanto lloran algunos, cualquier forma de cultura que tenga la capacidad de elevarnos sobre nuestra naturaleza de primates y que suele entrañar también el peligro de convertirnos en combativos con el medio en que nos movemos.