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El cine como trinchera

Este año es el 10º aniversario de la muerte del cineasta Robert Altman, profeta del Nuevo Hollywood y azote del conservadurismo político norteamericano

El cine como trinchera

La desaparición hace 10 años del cineasta norteamericano Robert Altman (Kansas City, Misuri, 1925-West Hollywood, California, 2006) a los 81 años de edad, provocó un notorio vacío en las filas del cine independiente estadounidense. Pese a ser, con notable diferencia, el miembro más veterano de la generación que se dio en llamar el Nuevo Hollywood, compartida con directores como Hal Ashby, Francis F. Coppola, Arthur Penn, Stanley Kubrick, William Friedkin, Mike Nichols, Martin Scorsese o Bob Rafelson, mantuvo hasta su muerte una renovada actitud de rebeldía e insumisión contra un sistema al que supo mantener a raya con sus siempre explosivos y penetrantes alegatos sociales. Pero la presencia de su cine, cuyos inicios datan de 1957, no se hizo notar con la necesaria contundencia hasta transcurrida más de una década de su bautismo profesional.

1970 fue, en efecto, un año excepcional para quienes de una u otra forma pugnaban por un cambio sustancial en los planteamientos industriales e ideológicos del viejo Hollywood pues, además de mostrar las inquietudes de una nueva generación de cineastas empeñada en erradicar de la faz del cine estadounidense cualquier signo de complacencia, acogió el estreno internacional de M.A.S.H., una corrosiva sátira política situada en un hospital de campaña durante la guerra de Corea, con el conflicto vietnamita como trasfondo, que cambió por completo la casi anónima vida profesional de su autor y la de decenas de directores que, como él, supieron aportar los ingredientes necesarios para transformar la mentalidad inmovilista de la mayoría de los productores de Hollywood e innovar sus más que enmohecidos esquemas narrativos y argumentales.

La película, que recaudó 36,7 millones de dólares, convirtiéndose así en la tercera más taquillera de aquel año, detrás de Love Story (Love Story) y Aeropuerto (Airport), obtuvo cinco nominaciones al Oscar y el refrendo general de la crítica europea, que supo detectar en el fondo de la historia un claro trasunto de la guerra de Vietnam, lo mismo que sucedía con otros filmes contemporáneos (Grupo salvaje (Wild Bunch, 1968), de Sam Peckinpah; Soldado azul (Soldier Blue, 1970), de Ralph Nelson; Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, 1967) o Pequeño gran hombre (Little Big Man, 1970), ambas de Arthur Penn), cuyo máximo interés residía en su admirable capacidad para vertebrar, a partir de un determinado suceso histórico, un duro alegato contra la violencia institucional.

Aquella famosa diatriba antibelicista, protagonizada, entre otros, por Elliott Gould, Donald Sutherland y Tom Skerrit, y que obtiene, entre otros muchos reconocimientos, la Palma de Oro de Cannes, llevaba la firma del gran Robert Altman (Kansas City, Missouri, 1925-Los Ángeles, 2006), un perfecto desconocido por aquel entonces para la industria que arrastraba dos sonados fracasos de crítica y taquilla: The Delincuents (1957) y The James Dean Story (1957), así como una larga y fecunda trayectoria como realizador en teleseries tan populares como Combat!, Alfred Hitchcock presenta..., Bonanza o Bus Stop, período del que se sirvió para ir asentando lo que algunos años más tarde se convertirían en sus personales señas de identidad como director de cine.

Aprovechando el imprevisible éxito de M.A.S.H. en todo el mundo, reforzado por el triunfo de la teleserie homónima que se rodó a continuación, Altman no quiso perder la oportunidad que le brindaba el azar de explorar su recién desvelado talento y, meses más tarde, emprende el rodaje de El volar es para los pájaros (Brewster McCloud, 1970), una comedia satírica sobre la libertad individual en una sociedad tan inmovilista como la norteamericana que volvió a entusiasmar a la crítica, a pesar de que el público, especialmente el norteamericano, no compartiera sus juicios con la misma euforia que lo hizo la prensa especializada. Con actores prácticamente desconocidos y con un presupuesto irrisorio, Altman fue capaz, una vez más, de poner en marcha una película modesta aunque, eso sí, cargada de agudas observaciones acerca de un sistema político que provoca de manera sistemática el rechazo a cualquier intento de emancipación individual.

La década de los 70 fue, sin duda, la era dorada de Robert Altman. Tras el éxito de El volar es para los pájaros, su espíritu iconoclasta se desbocaría como un caballo salvaje al rodar, a contracorriente, nada menos que un western, pero no un western ad usum de cuyas coordenadas estilísticas Altman se hallaba por fortuna muy alejado, sino un western que explica muchas cosas sobre el presente de su país y sobre el tan cacareado valor que adorna la biografía de los pioneros del far west. Con un Warren Beatty y una Julie Christie en perfecto estado de gracia, Los vividores (McCabe and Mrs. Miller, 1971) ofrece una mirada innovadora sobre un género cuya sentencia de muerte llevaba varios años anunciándose. Para conseguir sus objetivos, Altman utiliza una historia original inspirada en el nacimiento de la prostitución organizada en el Oeste con la que logra aportar el suficiente mordiente para captar la atención del espectador durante sus dos largas horas de duración.

En Un largo adiós (The Long Goodbye, 1973), inspirada en la magistral novela homónima de Raymond Chandler, de la que ya se habían producido en el cine versiones tan memorables como la protagonizada por Humphrey Bogart en 1946, afronta su particular revisión de otro género popular, el noir, a partir de un relato profundamente desmitificador donde el legendario detective Philip Marlowe es presentado bajo la irónica y desaliñada imagen de Elliott Gould en compañía de Nina Van Pallandt, Sterling Hayden y Mark Rydell. La película no gozó de una buena carrera comercial pero, tras su estreno en el festival de Cannes, la crítica europea la encumbró hasta el punto de convertirla en todo un referente en la renovación de un género de gran arraigo nacional.

Dos años después del exitoso estreno de Un largo adios, el patriarca del Nuevo Hollywood daría otro vuelta de tuerca a su carrera brindándonos una nueva mirada sobre la América de su tiempo a través de un manantial de imágenes y música de inequívoco aroma americano en Nashville. En esta ocasión, Altman se esmera más que nunca en la composición de un retrato excepcionalmente ácido de su país filmando, durante cinco días, el bullicioso ambiente de la emblemática ciudad de Nashville durante las campañas electorales y los largos conciertos de música country que allí se celebran anualmente.

La buena racha profesional con la que Altman inició la década no sólo no cesaría sino que se incrementaría con otra tanda de películas igualmente desmitificadoras, como la ingeniosa y delirante Buffallo Bill y los indios (Buffallo Bill and the Indians, 1976), con un Paul Newman memorable; Tres mujeres (Three Women, 1977), una comedia dramática visiblemente inspirada en la dramaturgia bergmaniana; Un día de boda (A Wedding, 1978), donde observa el comportamiento cotidiano de una pareja de campesinos el día en que contraerán matrimonio; Quinteto (Quintet, 1979), la única incursión de Altman en los dominios de la ciencia ficción, de cuyo rotundo fracaso comercial tardaría mucho tiempo en recuperarse o Come Back to the Five and Dime, Jimmy Dean, Jimmy Dean (1981), inédita aún en nuestro país. Pero esta racha, a la que todos le augurábamos mucha más continuidad de la que realmente tuvo, terminaría para dar paso a una nueva etapa en la que predominarían, por encima de todo, triviales ejercicios de estilo destinados al consumo rápido de espectadores poco exigentes.

Su verdadero renacimiento artístico le llegaría en los albores de la década de los 90, justo tras el estreno de El juego de Hollywood (The Player, 1992), una corrosiva incursión en las zonas oscuras de Hollywood con la que Altman surca de nuevo las aguas turbias de uno de los sectores más influyentes del complejo tejido social norteamericano, continuando más tarde con Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993), inspirada en varios cuentos de Raymond Carver, con la que gana el León de Oro de la Mostra veneciana; Prêt-à-porter (Prêt-à-porter, 1994), Kansas City (Kansas City, 1996), Coockie´s Fortune (Coockie´s Fortune, 1998) y A Pariré Home Companion (2005). Películas provistas en su mayoría de una admirable lucidez con las que el viejo Altman seguía manteniendo izada la bandera de la rebeldía frente a una realidad política fuertemente asentado en las tradiciones, la desigualdad social y el inmovilismo.

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