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lecturas

Calibán, o la paradoja del primitivo

La conmemoración de la muerte de Shakespeare reabre la reflexión sobre el choque cultural entre el nativo isleño y el colonizador próspero

'La Tempestad', de William Hogarth. Algunos de los personajes, de izquierda a derecha: Ariel, Próspero, Miranda y Calibán. LP / DLP

En su novela Calibán (2012), Ángel Sánchez ofrece una controvertida versión de La tempestad de Shakespeare, la última pieza teatral que estrenó el autor británico, un lustro antes de su temprana muerte, en 1616, a los 52 años de edad. Con respetar a la totalidad de los personajes -que pivotan sobre los arquetipos Próspero, el invasor continental, que se adueña de la isla, y el mostrenco Calibán, el nativo isleño convertido en su esclavo-, Sánchez incorpora unos cuantos más, como apoyatura para localizar la anónima ínsula seikspiriana en la fundación de la isla de 'Canaria'... La presencia de algunos personajes con reconocible apellido de abolengo, por ejemplo, el 'Conde de la Vega Mayor', facilita sus propósitos, con un final ciertamente rocambolesco... Como es sabido, en la trama de La tempestad, Próspero y Calibán representan dos arquetipos irreconciliables. El uno es el conde de Milán que, despojado de su posición continental, naufraga en la isla doce años atrás, en compañía de su pequeña hija, Miranda, y Calibán -de fonética asociación a caníbal y a caribe- es una suerte de híbrido entre el mostrenco Polifemo, de La odisea, y el nativo Viernes, de Robinson Crusoe, publicado por su compatriota Daniel Defoe, en 1717, un siglo después. Éste ha sido despojado de su primigenio dominio insular, mientras que Próspero, tras expiar en su estancia insularia las usurpaciones de que ha sido objeto -por su propio hermano, Antonio- no sólo regresa, finalmente, a su dominio milanés, sino que su hija Miranda se convierte en la heredera de la corona de Nápoles, al prometerse en la isla al príncipe heredero, Fernando. Por unas referencias de Ariel, sabemos que la deslocalizada isla de Shakespeare se halla en el Atlántico, en el algún lugar no lejano a las Islas Bermudas, y en el entonces incipiente Nuevo Mundo. Pero lo peculiar de la trama de Ángel Sánchez es no sólo la derivación de esa isla para la fundación de la Canaria, sino que Próspero y Calibán cooperan en un proceso de colonización/criollización inextricable; al punto de que éste se convertirá en el yerno de aquél... Con ciertos remedos cinematográficos de La bella y la bestia, Miranda se enamora y se casa, finalmente, con el mismísimo Calibán, con quien funda todo un linaje isleño... Se mitigan así los límites de la polaridad en el complejo proceso de criollización insular, a través de una creciente simetría y compenetración entre Próspero y Calibán, más que sea como mutuo síndrome de Estocolmo. Aquél desea las propiedades naturalistas de éste, a cuyos ojos la fisonomía y el comportamiento de Próspero y su hija resultaban, al inicio, lógicamente, "mostrencas".

Revisiones del conflicto

Es un elocuente enredo, que difiere por completo, en cualquier caso, de las posiciones maniqueas en el abordaje de ambos arquetipos enfrentados en las clásicas tesis neocolonialistas. Y a este respecto la palma se la lleva, sin duda, el cubano Roberto Fernández Retamar. Nadie como este intelectual asumidamente orgánico del castrismo ha tratado tan sistemática y polarizadamente el colisionante mito de Shakespeare. Desde su primer y radical Calibán (1971) al mucho más moderado Todo Calibán (2003), Retamar ha hecho media docena de revisiones del conflicto entre "el buen nativo" (Calibán) y el desaprensivo conquistador (Próspero). A partir de la denuncia de la dicotomía entre "barbarie" y "civilización", que, según expone, representan, respectivamente, Calibán y Próspero, para el bienpensante logos occidental, el esquema inicial de Fernández Retamar, todavía no descafeinado, era bien simple y maniqueo: Calibán, el habitante primigenio de la telúrica y encantada ínsula seikspiriana, era el nativo latinoamericano, despojado de sus dominios por el Próspero de la Conquista y colonización, y, ahora -en plena Guerra Fría-, del imperialismo yanqui. Por supuesto, en su programa, Cuba era el ejemplo de país en el que Calibán -equiparado con la figura libertadora de José Martí, nada menos- mejor había hecho la primera parte de los deberes, y ahora tocaba al resto secundarla: recobrar entre todos la saqueada isla de las Américas... Se trataría de rescatar a Calibán de las garras de Próspero, quien, en efecto, se ufana, como se lee en La tempestad, de "conservar ahora a mi servicio a esa criatura atrasada, ese pequeño monstruo rojo y horrible".

Pero, con todo, el más brillante trastrueque que emprende el intelectual cubano recae en la intermediaria figura de Ariel, el espíritu liberado por Próspero para erigirlo en su más fiel colaborador, y que, en su esquema, estará representada por los políticos e intelectuales burgueses. Así, emancipadores liberales, como Faustino Domingo Sarmiento, escritores disidentes cubanos, como Cabrera Infante y Severo Sarduy (con quien Retamar se muestra, por cierto, homófobo, con decir que la obra de su compatriota exiliado en París y homosexual asumido derivó hacia "un mariposeo barthesiano") y, sobre todo, latinoamericanos contrarios al castrismo, como Jorge Luis Borges o Carlos Fuentes, entran, entre otros, en ese pérfido cóctel que, para el autor de Calibán, representa el distópico colaboracionismo con la opresión y destrucción extranjera y burguesa (Próspero/EE UU) a Latinoamérica.

En realidad, el mito de Ariel, tan plástico y dinámico como delicuescente en la obra de Shakespeare, ha servido para categorizar principalmente, entre los teóricos del colonialismo, la primigenia conquista europea, en tanto que su poderoso creador, Próspero, se reserva para el pragmatismo del neocolonialismo estadounidense.

Más interesante por compleja resulta Una tempête (1969), la pieza teatral homónima a la de Shakespeare del martiniqueño Aimè Cesaire. Subtitulada "Adaptación para un teatro negro", en ella se ofrece el elocuente enfoque de un choque abrupto entre un Calibán negro, que representa la esclavitud de procedencia africana, y el hombre blanco, encarnado por Próspero, mientras que, con una simbología más fiel a la complejidad seikspiriana, Ariel pugna por alcanzar también su identidad autónoma, y está metafóricamente representado, en este caso, por el "mulato". Es, asimismo, esclavo de Próspero, y no su letal compinche, como en el esquema anterior. Cesaire, que, al cabo, legó la hermosa definición de la isla como un deslumbrante espacio numérico: una "concha cerrada", cuya perla estaría siempre por descubrir, sitúa el escenario insular como un ámbito de necesaria convivencia intercultural. Sus personajes son prácticamente los mismos que los de Shakespeare -con el esencial añadido de Eshú, el ambivalente dios / diablo negro-, pero en la "atmósfera de psicodrama" que preside la obra, todos interactúan ajustados a un dominio que les excede, conforme al libre reparto de máscaras -"Vamos, señores, sírvanse..."- que emprende el telúrico amo de la isla, espectral y omnímodo -tal vez el vórtice mismo de la tempestad, o "¡Su Majestad el Viento!"-, que es "el que dirige el juego".

Lejos de cualquier reduccionismo maniqueo, el Próspero de Cesaire advierte: "No soy, en el sentido vulgar del término, el amo, como cree este salvaje (por Calibán) sino el director de orquesta de una larga partitura...". Y en ello incidirá también, por la base, su Ariel mulato, al reconocer que "cada uno de nosotros oye su propio tambor", y cuando, mucho más hermanados que en La tempestad originaria -pero sin el cainismo radical que le otorga Fernández Retamar-, le increpa a Calibán: "A fin de cuentas somos hermanos en el sufrimiento y en la esclavitud. Hermanos también en la esperanza. Los dos queremos la libertad, sólo nuestros métodos difieren".

Lo valioso del esquema de Aimè Cesaire es que, sin vulnerar un ápice la complejidad de la trama de Shakespeare, la readapta para una lectura contemporánea, y a ras de suelo, desde una mirada mucho más arraigada en el espacio insular atlántico-caribeño. En su caso, Próspero no terminará por abandonar la Isla, una vez recuperado su legítimo ducado de Milán, como ocurre en La tempestad, sino que opta por quedarse en ella. "Ya ves mi viejo Calibán, ya solo quedamos dos en esta isla, tú y yo. ¡Tú y yo! ¡Tú-yo! ¡Yo-Tú!...", dirá Próspero al término de Una tempestad, perpetuando así la dialéctica de un tándem irreductible.

Raíces arrebatadas

Con todo, el punto álgido en que coinciden las tramas de Shakespeare y Cesaire es la denuncia de Calibán al sometimiento que le impone Próspero a través del lenguaje, utilizado, en efecto, como el principal vehículo de apropiación. En La tempestad, le reprocha que su patria y su lengua materna le han sido arrebatadas: "Me enseñaste a hablar, y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir. ¡Que caiga sobre ti la roja peste, por haberme inculcado tu lenguaje!". Y en Una tempestad, le reprocha a su invasor: "De ahora en adelante no responderé cuando me llamen Calibán... Porque ese no es mi nombre... Es el mote con el cual tu odio me ha disfrazado para que cada llamada me insulte... Llámame X. Es mejor. Como quien diría el hombre sin nombre. Más exactamente el hombre a quien has robado el nombre... Cada vez que me llames me recordarás el hecho fundamental de que me has robado todo, incluso mi identidad".

Curiosamente, en 1585 - es decir, un cuarto de siglo antes de la escritura y estreno de La tempestad (1611)-, en su Comedia del recibimiento, Bartolomé Cairasco de Figueroa había pergeñado una protesta semejante por parte de una suerte de Calibán aborigen, inspirado en la figura de -"el fuerte bárbaro"- Doramas, otorgándole el honor de recibir al obispo Rueda. Es el que da nombre a la mítica selva cantada por el propio Cairasco, pero su gesto es doblemente osado, en este caso, pues, al reto del contenido de sus palabras en el recibimiento, se añade el hecho de que Doramas era el protomártir aborigen decapitado por el conquistador Pedro de Vera y expuesta su cabeza en una pica para la pública contemplación de su escarnio. En la pieza teatral de Cairasco, el Calibán de las Afortunadas se dirige de este modo al recién llegado obispo, al cabo un heraldo del futuro Próspero: "Y a nadie espante que la lengua ruda / de un bárbaro canario a tal se atreva / y, de estilo y retórica desnuda, / presumo entrar en tan difícil prueba: / que Aquel que desató mi lengua muda / y me sacó de la profunda cueva, / me dio poder de mejorar lenguaje, / aunque me lo quitó de mudar traje". Es decir, como en la futura trama de Shakespeare -y, en este sentido, como en el expolio denunciado por Fernández Retamar-, Próspero ha hecho prosperar, ciertamente, en símbolos a Calibán, pero a cambio de robarle su primigenia identidad.

Sin embargo, con el devenir histórico, los rostros de Calibán son variados y polimórficos, y cada vez más inseparables, en la plasticidad de sus acciones, del imaginario de Próspero. Calibán quiere salir de su jaula y emular a Próspero, y Próspero quiere entrar en la jaula de Calibán y sentirse, como él, un buen salvaje. Kafka lo detectó a la perfección proclamando el ubicuo "deseo de ser piel roja". Es lo que cabe inferir en La isla que se repite (1998) de Antonio Benítez Rojo, donde el afán "carnavalero" que, a su juicio, preside el ánimo de los insulares atlántico-caribeños, hace que no sepamos muy bien donde acaba el Próspero mimetizado con la isla y empieza el Calibán políticamente correcto... El poemario El gran zoo de su paisano Nicolás Guillén, y en particular el emblemático poema Los ríos, le sirve de reflexión para detectar la profunda "circularidad y ambivalencia" que poseen Calibán y Próspero, como dos nudos complementarios de un mismo circuito. "He aquí la jaula de las culebras", escribirá crípticamente Guillén, al inicio de su poema, para no avanzar un ápice, pues circular e infinitamente (no por nada, García Cabrera habló de las islas como imparables "tiovivos"), ríos y serpientes duermen primero "enroscados en si mismos", luego despiertan, y "se desenroscan lentamente, / engullen todo, se hinchan, a poco más revientan / y vuelven a quedar dormidos". Benítez Rojo lo interpreta como el deseo de Guillén por conjurar la violencia, proveniente de las antiguas Plantaciones-esclavistas (que fueron las islas primigenias del Caribe, según el autor), y sus serpientes-ríos "no admiten la síntesis derivada de la dialéctica binaria [propia del logos occidental] sino una paradoja sin solución, donde los ríos-culebras son circulares y rectos, no circulares o rectos; esto es, música".

La relación entre Próspero y Calibán son, así, flujos del deseo y del poder mutuamente cortocircuitados, a través de un complejo y contradictorio fenómeno. "Puede entenderse como un contrapunteo de flujos e interrupciones entre el sujeto y el objeto que, en continua transformación, se desplaza hacia el infinito", advierte. Lo relevante de su análisis es que Próspero y Calibán ya no serán más dos polos antagónicos, sino dos nódulos de una misma cadena mutuamente referidos. Próspero está enjaulado aun por fuera de los barrotes de la jaula, en la misma medida en que Calibán logra conjurar su deseo de querer salir sabiéndole un impostor que nunca logrará del todo entrar. Como subraya, en conclusión, el autor:

"El Padre Blanco (lo llamaremos Próspero) está fuera del poema (fuera de la jaula), proponiéndose desde su posición de poder como lenguaje científico, conocimiento, centro, origen, etcétera. Claro, en realidad es un usurpador, un impostor, una máscara (...) Calibán, por su parte, representado por las culebras, no es una entidad coherente, un polo estable que se opone dialécticamente al que constituye Próspero; es más bien, una paradoja que encierra un diálogo de diferencias y pospone continuamente su final. Calibán es el nudo imposible que forman una serpiente lineal y otra circular; es el ser ambivalente, desterritorializado, que desearía estar en el lugar que ocupa Próspero fuera del poema -lugar que ha comenzado a comprender en su proceso de domesticación, de colonización y dependencia-; esto es, el espacio investido de los portentos de la tecnología, el espacio histórico y epistemológico, el espacio eurocéntrico y monológico que administra el Gran Zoo. ¿Con objeto de qué? Con objeto de recuperar fuera de la jaula su verdadera genealogía, su inocencia ancestral, su lenguaje poético, su hábitat primigenio, su paraíso perdido de verdes islotes y selvas de papagayos. He ahí su inconsistencia (...) Pero al otro lado de la jaula las cosas no van mejor. Próspero también es un ser ambivalente, pues desearía escurrirse por los barrotes de la jaula para bailar una rumba zoofílica; desearía estar dentro de la jaula, disfrazado de culebra y entregado al frenesí de los tambores ancestrales y saber todo lo que hay que saber de los ríos y sus metáforas mientras los niños te arrojan pájaros y risas. Sí, sin duda, Próspero controla y vigila a Calibán, pero desearía regresar al mundo de Calibán, mundo edénico que le perteneció una vez y al cual no puede retornar. Claro, Próspero se equivoca. Piensa que Calibán, por el hecho de estar al otro lado de la jaula, es un salvaje sólido y coherente, todo inocencia y poesía. Calibán, a su vez, también se equivoca; Próspero no es lo que pretende ser, ni está donde dice estar. Así tanto Calibán como Próspero son signos dobles que no alcanzan a excluirse mutuamente, ya que cada uno desearía estar secretamente en el lugar del otro. (...). Resulta fácil desmantelar sus oposiciones binarias en favor de un conjunto global de diferencias que suscriba relaciones imperfectas de coexistencia en continua transformación".

Así pues, Próspero y Calibán son dos aspectos en la plasticidad de un mismo arquetipo sometido a la ambivalencia de la jaula misma. Y es curioso que mientras el intelectual más orgánico del castrismo, Fernández Retamar, ha dedicado ímprobos esfuerzos a erigir la máxima dicotomía en la confrontación entre ambos arquetipos, sea su colega y correligionario Nicolás Guillén -"Poeta oficial de Cuba" en el mismo Régimen- quien la pulverice, al menos a partir de las lúcidas inferencias del compatriota de ambos.

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