Durante la década de los años 80 Hollywood fue especialmente pródigo en películas que afrontaban, sin vacilaciones ni titubeos, los conflictos raciales y a menudo con un solo propósito: hacer visible en las pantallas una de las grietas sociales que más contribuyó a erosionar la convivencia democrática de aquel país durante décadas. Hoy estos temas, que desgraciadamente han vuelto al primer plano de la actualidad tras la ruidosa llegada al poder de Donald Trump, el caudillo protofascista que hoy ocupa la Casa Blanca, se abordan también, aunque desde un prisma más histórico que de crónica de urgencia, la crispación social que reinaba en aquellos años en muchas capitales estadounidenses a consecuencia de los violentos enfrentamientos interraciales que inflamaron de odio racista y violencia sectaria a los sectores más reaccionarios del país. Spike Lee, a quien debemos experiencias cinematográficas tan intensas y testimoniales como Camellos ( Clockers, 1995), Fiebre salvaje ( Jungle Fever, 1991) o Malcolm X ( Malcolm X, 1992), fue uno de los motores esenciales que provocó el arranque de aquel popular género cuya inspiración fue la propia calle, los conflictos que palpitan en las zonas más deprimidas de las grandes concentraciones urbanas, las contiendas entre bandas rivales, las cruentas batallas familiares, la violencia estructural, la complicidad de las propias fuerzas del orden en la perpetuación de los conflictos y, sobre todo, las diferencias abismales que dividían a los ciudadanos, dependiendo del tono de su piel o de su mayor o menor cercanía con quienes mueven los hilos del poder.

En Haz lo que debas ( Do the Right Thing, 1989), Lee no se limita a denunciar un sistema que pavimenta con su inmovilismo el camino hacia la segregación y el odio, sino que va mucho más allá en su intento por desvelar las enormes contradicciones de una sociedad que mientras pregona fervientemente sus principios democráticos hace oídos sordos a una realidad que neutraliza cualquier tentativa de erradicación del veneno racista que crece en sus entrañas.

Por eso, en su segunda media hora, y cuando la trama alcanza su pico más alto, la película va perdiendo su estatus de sit com con el que arranca para transformarse rápidamente, y sin mediar transición alguna, en un testimonio desgarrador sobre la marginación y sobre la impotencia frente a un drama social que seguirá vigente mientras persistan mensajes tan perturbadores como los que se arrojan, día tras día, desde el entorno político más próximo al nuevo presidente.