Aunque son varios y muy diversos los frentes que tiene abiertos el cine iberoamericano en su tesitura actual, el de la lucha generacional está siempre presente como tema de interés crucial en sus reflexiones sobre la realidad social que se ha instalado en aquellas latitudes desde que el yugo de las dictaduras militares perdiera fuerza como factor decisivo en la inestabilidad económica y política del continente a favor de otros asuntos, no menos preocupantes, que siguen amenazando el equilibrio territorial y la propia supervivencia como países de comunidades arrastradas por conflictos de una perdurabilidad y de una intensidad altamente preocupantes. Pero, insisto, la pérdida de oportunidades de las nuevas generaciones y la situación insistente de marginalidad que padecen en la llamada era de la postecnología, sigue interesando a los jóvenes cineastas. Tal y como sucedió con la proyección el pasado viernes del largometraje costarricense Nina y Laura, de Alejo Crisóstomo, o del brasileño Arábia, de Joao Dumans y Alfonso Uchoa, dos días después, hoy volveremos con otra película sobre el mismo tema.

El aspecto oscuro, desaliñado y algo extravagante que presenta El auge del humano (2016), la película del cineasta argentino Eduardo Williams que se proyecta esta tarde en la Casa de Colón, no lo sería tanto si nos detuviéramos a meditar unos instantes sobre las verdaderas intenciones que han impulsado a este debutante en el largometraje a arrojarse al vacío existencial por el que se precipitan sus jóvenes protagonistas, elegidos, no sé si con alguna intención oculta, entre países de idiosincrasias tan aparentemente dispares como Argentina, Mozambique y Filipinas, en un intento, al igual que haría García Iñárritu en 2006 con su aclamada Babel, por resaltar la homogenización de los sentimientos en un planeta sometido a las inapelables reglas impuestas por el nuevo orden de la globalización; los conflictos, interpelaciones, dudas y angustias que experimentan las nuevas generaciones ante la presencia cada vez más extendida y omnipresente del universo digital en sus vidas y demostrar, al propio tiempo, que, en el fondo, no somos tan distintos en este superpoblado mundo en el que nos ha tocado vivir, sobre todo cuando tratamos de encarar asuntos que hoy se dan en circunstancias similares tanto en Manila como en Sebastopol, en Estocolmo como en Tombuctú, en Roma como Estocolmo.

El filme, ganador este año del Premio a la Mejor Película en la sección Cineasti del Presente del Festival de Locarno, no pretende acreditar la bondad de sus propuestas apelando a un supuesto caos moral que reina hoy en la nada apacible generación de los millennials, su visión sobre el tema se desmarca de cualquier posición maniquea quedando bien patente, desde la elección del tono visual que se le imprime a la cinta hasta la actitud de desgana y abandono de cualquier compromiso que muestran la mayoría de los personajes, el deseo de Williams de explorar ese mundo nuevo que crece al compás de la tecnología desde cierta perspectiva distópica, dejándonos las puertas abiertas para la interpretación de una realidad que doblega continuamente nuestra voluntad individual y altera radicalmente los tradicionales patrones que nos permitían conservar viva la convivencia y la confianza en nuestros semejantes.