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La arqueóloga de sí misma

El principal enemigo de la palabra, observó José-Miguel Ullán, son las palabras

La arqueóloga de sí misma

Yo soy el rostro / de lo que no te olvida

El principal enemigo de la palabra, observó José-Miguel Ullán, son las palabras; ese tropel de palabras prostituidas por el abuso cotidiano que llevó a Octavio Paz a espetarles: "¡Chillen, putas!"... Algo de esa reivindicación de la pureza primigenia, con conte nida rabia, rezuman los versos de Habitarás la luz que te cobija, el nuevo poemario de Beatriz Hernanz (Pontevedra, 1963) -accésit del premio Adonais en 1996 por La vigilia del tiempo - quien reconoce: "Busco, / inexorable / la palabra primera".

Frente a lo endeble del presente, "olor sin crepúsculo en el mundo de las apariencias", se invoca a la memoria como única salida, al punto de que "Para mí existir es no olvidar". De forma inusual hoy día, se propugna aquí un rearme frente a los cantos de sirena; no dejarse embaucar por "el tiempo rapsódico del mar". Sin embargo, ante la certeza de que "Camino hacia un pasado extinto", cualquier invocación no pasa de quimérica, en imágenes infranqueables de antemano: "La vidriera de la memoria"; "transformar la memoria en compañía"; "la frágil aurora de una memoria sin tiempo"..., toda vez que "la memoria no puede vivir sin la luz", y, por contra, "la luz celebra el instante presente".

Acierta, en el prólogo, Jorge Edwards al relacionar el diapasón de estos poemas con "la fantasía garcíalorquiana de Poeta en Nueva York. Solo que, en vez de surrealismo, predomina aquí una cierta irracionalidad intimista, que se dá de bruces contra su propia vehemencia invocadora, en un carrusel sin salida. El duelo por la madre muerta es el móvil del poemario: el "in memoriam" que incita a la memoria (de la palabra) originaria. La argucia, como es sabido, es perpetuarla de cuerpo presente: "tu voz me llega en jirones de ayeres", y, más aún, hacerlo con ironía salvífica: "Cierra la puerta, madre"... ¿Quién no invoca a la madre ante el infortunio? Su pérdida real, la contemplación de la madre muerta, se convierte aquí en elocuente trasunto de la pérdida del amante, que aparece ahora proyectado en "El vestigio de tus ojos ya ciegos / de tanta luz", o en "...el silencio de esos ojos que / miran a la nada para siempre". A la salida del velatorio de la madre muerta, nos damos de bruces con la matriz de los desamores redivivos, y ante la ausencia consumada, ocurre que "(...) disuelve su rostro / el ácido sonoro de la calle". Ya no habrá más excusas en postergar la necesidad de recuperar la memoria -aunque no se logre- toda vez que se acaba de poner en entredicho ese "espejismo interior / en la delgada costumbre / de ser en otra parte", como se dice en el poema "Sao Paulo".

Sin embargo, describir los quiebros de la memoria en general nos disculpa, en parte, de los de la memoria en particular. La profusión de citas dinamizan el carrusel de hibridismos; hay partes de la turbulencia intimista de Alejandra Pizarnik, o de la fijación por lavar lo mancillado, a lo Paul Celan. Pero, ante esa imposibilidad de consumar la memoria primigenia, Hernanz elude, sobre todo, virar hacia lo blanco, con la ayuda de Unamuno: "A veces, el silencio es la peor mentira". Ante el triunfo de lo inane en el presente continuo se hace indispensable una cierta dosis de autoironía preventiva: "Empiezo a ser la arqueóloga de mi misma".

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