Manila, década de los 40. Un niño se sienta en el malecón y mira el mar. La ciudad está destruida y su padre aprovecha para hacerle una foto de espaldas. Década de los 2000, la hija de aquel niño le hace una foto, de espaldas, sentado en el malecón de La Habana. Unos 15.000 kilómetros y más de 60 años separan a aquel niño de su presente, un hombre al filo de su vejez. Su nombre es Luis Eduardo Aute (Manila, 1943 - Madrid, 2020) y decide fundir ambas imágenes en una canción: "Su mirada queda oculta pero veo lo que ven sus ojos / porque yo soy él". En sus últimos y cada vez más esporádicos conciertos, porque hace tiempo que lo estábamos perdiendo, relataba siempre esta historia: ¿Qué le diría yo hoy al niño que fui?

Aute se ha ido en abril, el eterno mes robado de Sabina, a quien dedicara la irreverente Pongamos que hablo de Joaquín, quien a su vez, en el último documental colectivo en su homenaje, Aute Retrato (Gaizka Urresti, 2019), resumió la gratitud de tantas generaciones hacia el maestro de maestros: "Aute siempre fue el mejor de todos". Y sin embargo, el latido de Aute se apaga en el peor momento para despedirle, en estos tiempos de muerte y soledad, y en este fundido a negro del pulso imprescindible de la cultura, donde más falta harán luces como la suya hasta que llegue el alba.

A pocos escapa que Aute fue, sobre todo, el artista total, un pensador y creador de corazón renacentista que se desenvolvía en la canción de autor, la poesía, el cine, la pintura y la escultura, aunque se definiera como "un indisciplinado de la indisciplina", siempre entre volutas de humo, un profundo sentido del humor y seducción nata y el dominio de seis idiomas, aunque su amor y compromiso con el arte y la creación codificaran todo su universo. Quizás sea menos conocido que su vocación original fue la pintura, que le permitió "ahorrar grandes cantidades en psiquiatras", y que aterrizó en el terreno de la canción por accidente, "como sucede casi todo", precisaba.

Sin embargo, establecido como pintor en Madrid en los años 60, compaginó cuadros y canciones, y desde esa grandeza de no darse apenas importancia, su agudeza compositiva burló la censura franquista y le consagró en la música con himnos como Al Alba, inmortalizada como un grito antifascista en plena dictadura. Y es que Aute siempre tuvo clara su orilla: en una de sus últimas obras literarias, El Giralunas, escribió que "todo tiene su contrario, o casi todo, menos el girasol; existen los girasoles, pero no los giralunas". "Y yo desde siempre me he sentido un poco giralunas en este mundo de dóciles obedientes, pero creo que no lo soy solo yo, sino que todos los artistas, en términos generales, somos un poco giralunas, porque los artistas somos los disidentes", declaró el pasado 2015 en esta entrevista realizada a este periódico, durante su última visita a Las Palmas de Gran Canaria.

Su última obsesión, desde que rebasara el medio siglo de vida, se cifró en una batalla aún más intensa contra el tiempo y en exprimirlo en todos sus ámbitos creativos. Por eso, Aute siempre creaba de noche, sobre todo, a medida que se hizo más real ese temor a que llegase el alba. Finalmente llegó hoy, a los 76 años, en esta triste mañana de abril para los giralunas, aunque lo cierto es que hace tiempo que Aute ya era inmortal. Sobre todo, en sus letras, que nos enseñaron, entre otras cosas, que vivir es el deber de no claudicar, que el pensamiento es estar siempre de paso, que se pueden encontrar rosas en el mar, que solo pasamos por aquí, y que aun así, nos va la vida en creer que amar es el verbo más bello. Nos va la vida en ello, y no hay tiempo que perder, nos diría Aute, así que no te demores, date prisa, que ya son las cuatro y diez.