Es revelador el entusiasmo del público asturiano ante una producción de Tristán e Isolda que en su estreno de hace tan solo tres años fue recibida con frialdad y alentó una interesante pero muy dura polémica. Convencidos aparte, no había tradición wagneriana en un teatro que acaba de cerrar su 63ª temporada operística con una clamorosa ovación a la más formidable historia de amor y muerte jamás contada en música. Se cumple el axioma planetario de que la entrada en Wagner puede tardar, pero una vez dentro es para siempre. De ahí la importancia de la iniciativa innovadora en la gestión cultural, más allá del cómodo seguidismo. Después de estas cuatro funciones de Tristán que hoy se comentan en todos los foros líricos del país, la expectativa está en lo que Oviedo proyecta para 2013, bicentenario del artista. Si Wagner es ya el más representado, con gran diferencia sobre todos los demás, ese aniversario anuncia una celebración unánime en todas las casas de ópera del mundo. Sería penoso que fallasen entonces los apoyos institucionales en las escenas españolas.

La producción de Alfred Kirchner se mantiene fresca y eficaz. Incluso parece aligerada la presencia escénica del relato paralelo, en línea con la progresiva decadencia de las lecturas psicoanalíticas y, probablemente, porque el escaso acontecer visual del poema es completamente irrelevante junto a la intensidad de la música. En términos generales, vimos una representación más depurada en los ejes esenciales.

Musicalmente, la reposición es muy superior al estreno. La primera clave está en el foso, con un maestro español de 32 años, Guillermo García Calvo, que, debutando en su país como director de ópera con el Tristán de Oviedo (que es, por añadidura, su primer Wagner ante cualquier público), salta repentinamente al primer nivel por sabiduría técnica, el riguroso detallismo y, sobre todo, la movilizadora musicalidad de un trabajo que no dudo en calificar como el más importante de cuantos he conocido en España en Tristán. No es de extrañar que casi todos los teatros del país estén desde ahora interesados en entrar en su agenda para las próximas temporadas. Con una orquesta muy profesional, la OSPA, no habituada a Wagner, y menos en el foso, los momentos extraordinarios, incluso conmovedores, han sido muy numerosos, así como admirable el equilibrio de las alternativas de tensión-distensión en un relato sonoro tan subjetivo, por no decir tan secreto en sus claves últimas, que apoya todas las cargas emotivas, por primera vez en la historia, en el poder expresivo del cromatismo, no de la polaridad armónica. Nada digamos de la capacidad persuasiva del maestro, su capacidad inductora del perfecto ajuste con la escena y la voluntad de los intérpretes en darse por entero, con generosidades de grave riesgo.

Elisabete Matos, la gran soprano portuguesa, parece estar fijando en las heroínas de Wagner el puerto de llegada de su plural carrera, lo que es una suerte para el wagnerismo. A lo largo de la vida hemos oído muchas famosas Isoldas más débiles, más planas o más vencidas por un rol que apenas tiene pausa en cuatro horas de música y lo exige sensibilidad, poder, magnetismo, significación de cada sonido. La voz está en el suntuoso punto de madurez que sabe expresarlo todo y llegar entera a la inefable Liebestod. Robert Dean Smith, siempre muy lírico para el protagonista, economiza en el fabuloso segundo acto -en Oviedo como en Bayreuth- para dar su mejor medida en el tercero, tormento y pesadilla de los tenores wagnerianos por sus exigencias sobrehumanas. Lo consigue sin necesidad de imponer apianamientos a la batuta ni cesuras respiratorias. Es un artista honesto y canta muy bien. De primer nivel absoluto la mezzo Petra Lang, sonoro y convincente el barítono Gerd Grochowski, muy emotivo el bajo Felipe Bou -aunque no es la voz del Rey Marke- y magníficos Javier Galán, Juan Antonio Sanabria y Jorge Rodríguez Norton en los segundos papeles. En resumen, un acontecimiento de rango europeo.