Las voces de Guayedra

La obra de Santiago Gil es ante todo un viaje de la remembranza a un pasado indeterminado que ahora, en el presente, se muestra más selectivo

Santiago Gil. | |

Santiago Gil. | | / LA PROVINCIA/DLP

Victoriano Santana Sanjurjo

No he sido un gran lector de la obra de Santiago Gil, sin que se deba presuponer que esta circunstancia obedece a desdén alguno. No lo he sido porque me he despistado con otros escritores y otros títulos. Tampoco lo he sido de Luis Feria y sí, en cambio, de Manuel Padorno. Le he hecho menos caso a Tomás Morales porque me he entretenido más con Alonso Quesada; y, entre teldenses, antes sujeto a Fernando González que a Saulo Torón, sin que sea admisible cuestionar mi adhesión al autor de Las monedas de cobre (1919), El caracol encantado (1926) o Canciones de la orilla (1932). Me han seducido más Pedro Lezcano que los Millares Sall, Agustín y José María; y Josefina de la Torre o Alicia Llarena que Dolores Campos-Herrero o Cecilia Domínguez. Más apetecible me resulta el cobijo de Jorge Rodríguez Padrón que el de Domingo Pérez Minik; y busco primero los techos de Juan José Mendoza o Sabas Martín que los de Juan Cruz o J. J. Armas Marcelo. Me siento más afín con…, más inclinado a… Nada más. No hay fisura alguna en el casco de mis apreciaciones por donde quepa concluir animadversiones hacia los que he leído en menor cantidad a pesar de la abundancia que nos han regalado en calidad. Dentro del cupo de las narrativas canarias del veintiuno, la cabra interior que llevo tira antes por los riscos de un Álamo de la Rosa —donde continúo pastando con beatífica felicidad— que por los de Nicolás Melini, uno de los narradores más destacados que tiene la literatura de nuestra tierra en lo que llevamos de siglo (Africanos de Madrid —2017—, por ejemplo, me parece una obra indispensable); y, en clave grancanaria, antes me he amarrado al mástil de los barcos de Alexis Ravelo o José Luis Correa que a los de otros autores sin que sea razonable sostener que cuestiono el valor de los que silencio porque no es así. Al contrario, los nombrados, muchos de los intuidos y no pocos de los sugeridos, con independencia de mis despistes y adhesiones, forman parte de ese patrimonio literario canario —y, por extensión, hispánico— que hemos de cuidar y difundir. A todos debemos, digámoslo ya, sempiterna gratitud. Sigo.

De la que —reconozco—, ha sido mi breve experiencia sobre la obra de Santiago Gil, conservo pasajes recurrentes de Los años baldíos (2004) y Las derrotas cotidianas (2009), y el recuerdo de un título que llevé a las aulas y que funcionó muy bien con el alumnado: El parque (2005). Con estas credenciales, llegó a mis manos su última obra: Los días de Guayedra, una novela breve (160 páginas) que ha visto la luz en Mercurio Editorial y cuya experiencia lectora ha merecido la pena. Mucho, mucho, mucho.

Con el libro delante y con la voluntad de un paseo por los elementos paratextuales de la publicación, lo primero que conviene advertir es la cubierta frontal, una composición que parece situarnos en el interior de una cueva oscura y que, desde ahí, nos permite contemplar la playa de Guayedra. Me quedo con el sintagma «una cueva oscura» porque me connota —en este puntual caso— la noción de pasado que no se puede o no se quiere recordar; en otras palabras, aquello que se desconoce o que se oculta. ¿Qué es la memoria sino una cueva oscura que solo se muestra iluminada por tramos en según qué instantes de nuestra vida? Desde el interior de la cavidad, vemos la playa de Guayedra; y no de cualquier forma, sino como un rincón henchido de luz, un lugar plácido, ameno, hermoso. Ver el paraíso desde dentro implica la suposición de una salida —una voluntad por dejar atrás la oscuridad— impulsada por la contemplación de aquello que se vuelve apetecible a los sentidos. Omito por falta de espacio la reproducción y análisis de los tres fragmentos que componen la solapa de la contracubierta, aunque me gustaría resaltar la confluencia en ellos de lo que cabría concebir como esquirlas de paz emocional.

Dejada atrás la tapa, la visión paratextual con la que recorremos el objeto nos lleva de entrada a la tabla de contenidos, que se encuentra al final. Es muy sencilla: cuatro voces distribuyen la materia novelesca. Eso es todo. Como nada las distingue, habrá que plantear hasta qué punto es importante el orden en el que aparecen. La primera es la llamada a romper el silencio; en consecuencia, hay que suponer que posee un valor especial. La última, dada su extensión (un tercio del total), debe atesorar alguna relevancia que luego descubriré. La presencia de cuatro voces implica pensar en cuatro protagonistas, lo que conlleva cuatro perspectivas narrativas diferentes.

Sigo mirando el objeto. Me centro en la dedicatoria. Importa; y más cuando lo que refleja supone plantear la existencia de un significado profundo que, de un modo u otro, puede estar relacionado con la obra que yace frente a nosotros. En el caso que nos ocupa, hacemos bien fijándonos en ese «Para Atidamana» que nos conduce a la legendaria aborigen cuya prudencia y sabiduría —como cuenta mi admirado Sabas Martín en su imprescindible Ritos y leyendas guanches— «habían hecho de ella el oráculo de la isla, de modo que ni guerras, ni paz, ni premios ni castigos se resolvían sin su dictamen» (pág. 30). ¿Tan relevante fue la figura histórica como para que Santiago Gil considerara que era merecedora de una dedicatoria? Como personaje emocional, al menos, sí, fue crucial; y como símbolo, y como asociación poética que trasladó a su vida y que, de algún modo, le ha permitido fundirse con la cuarta voz.

Resuelto el periplo paratextual, lo que toca hacer es descubrir, hasta donde sea posible —el espacio demanda omisiones—, parte de los muchos apuntes realizados durante la satisfactoria incursión lectora. Tras acabar de hablar la última voz (pág. 154), una idea asumió la presidencia de todas las que empujaban por llamar mi atención: que estamos ante una suerte de dietario, un diario personal o, en la acepción de los cronistas de Aragón (así lo dice el DRAE), un libro donde recoger los sucesos más notables; y/o frente a un memorando, un espacio en el que apuntar aquello que hay que recordar. Sea lo que fuere, nos hallamos inmersos en una pieza literaria que se asienta sobre el peso significativo de un término como “evocación”. Los días de Guayedra es, ante todo, un viaje de la remembranza a un pasado indeterminado que ahora, contemplado con los ojos del presente, se muestra más selectivo; de ahí que la materia se haya configurado a partir de instantes, de recuerdos breves, puntuales, de retazos de historias personales que se han anclado en el entendimiento y que salen a la superficie de un modo inesperado. La pulsión involuntaria de la rememoración justifica la ausencia de fechas explícitas. Es este un proceso súbito: una voz habla cuando lo necesita y va saltando en el tiempo, entre los matorrales de las escenas, circulando a través de los carriles de unas convicciones —más bien aceptaciones— que no se cuestionan con acritud o arrepentimiento en el presente narrativo.

Se percibe la existencia de un «él» en la conciencia de los intervinientes que se funde con un «yo» autobiográfico y biográfico; y que, visto el conjunto con la debida perspectiva, se plasma en un «nosotros» que solo tiene sentido cuando se ubica bajo lo que significa Guayedra como espacio físico y como lugar simbólico. Los «él» que orbitan alrededor de las tres primeras voces adquieren en muchas ocasiones las maneras de un pretexto con el que situar los instantes de un «yo» que se bifurca, en el discurso de la cuarta voz, en dos extremos: el que representa Tenesor Semidán y, al mismo tiempo, el del propio de Santiago Gil, que prescinde de su poder como creador para dejar que los personajes actúen por su cuenta; bajo su mirada, sí, pero a su libre albedrío, que es lo que suele ocurrir cuando los participantes en una obra adquieren una personalidad tan arrolladora (que se lo digan a Cervantes, que malamente pudo atar corto a su justiciero y al desenvuelto escudero que lo acompañaba).

A estas peculiaridades del producto hay que sumar una que se me antoja indispensable para entender el sentido último de la propuesta poética de nuestro autor, una particularidad que va sujeta a la condición de suerte de dietario y/o memorando con la que he simplificado el qué de lo que nos convoca: la secuencia reiterada de impactos en la lectura que obligan a gestionar un procedimiento de admisión del contenido muy concreto. El receptor ha de leer las páginas de estos títulos muy despacio, sin prisas, sin hilvanar lo que acaba de conocer con lo que se espera que pueda surgir a continuación gracias al cúmulo de lecturas previas atesorado; recreándose en cada párrafo, en lo que se dice y en lo que parece querer decirse, en aquello que asume que bien podría valer como una cita, como un algo remarcable que se ha ganado el derecho a ser subrayado en el ejemplar; aceptando la posibilidad de sucumbir ante una línea de pensamiento o declaración de particular hermosura capaz de asaltarle en cualquier momento y que le obliga a dejar la lectura para otro instante, pues necesita paladear, como lo haría el depredador con su caza entre las zarpas, el logro de haber alcanzado esa puntual plenitud; percibiendo cómo deambula entre las páginas sintiendo un permanente estímulo intelectual y constatando hacia el final que el todo no es más que una suma de perturbadoras brevedades que, aunque cohesionadas, ha tenido que asimilar de un modo distinto al habitual de las novelas; y concluyendo —porque es eso lo que suele suceder traspasada la última página de estas obras de corto recorrido, como se me ha ocurrido denominarlas—, concluyendo, repito, que quizás la experiencia que en breve acabará con el cierre del libro es la propia de un poemario. Y de ahí, de la constatación de hallarnos ante brechas de ideas, conceptos y nociones que aparecen como fotografías congeladas de escenas cotidianas en los límites de una, dos o tres oraciones y que tienen la virtud de la sentencia —de la línea de pensamiento que cala hondo—, es de donde surge mi convicción de que Los días de Guayedra es sobre todo un libro poético; es más, a mi juicio, creo que es un título irremediablemente lírico.

Las cuatro voces y, con ellas, los individuos que son evocados en sus discursos mantienen una profunda ligazón con Guayedra, un espacio que, en principio, desde la perspectiva que cabe atribuir al propio autor, se erige como un paraje singular tanto en sus aspectos geográficos como en los históricos y, sobre todo, emocionales. En ocasiones, siento que la obra bien pudiera haberse titulado Los diarios de Guayedra, pues el sitio, con su sola presencia, con los vínculos que sostienen a cuantos se han amarrado al lugar, se erige en el cronista de las vidas de aquellos que son lo que son gracias a la memoria registrada e instintivamente conservada en/de cada hueco del idílico y esencial paisaje.

De todos los habidos, uno, Tenesor Semidán, la cuarta voz, es quien consigue penetrar en el entorno hasta el punto de convertirse en un elemento indisoluble del paraje. Esa Guayedra que contempla el que fuera bautizado como Fernando Guanarteme antes de abandonarla para siempre, en el fondo, no deja de ser el mismo rincón que ve y recrea Nieves Rivero, la primera voz. Los siglos que separan a ambos personajes son nada en el orden cósmico. Guayedra estuvo miles de años antes que ellos; y estará miles de años después de que el último de los lectores de este artículo haya llegado a la desembocadura. Por eso, en el ámbito donde el espacio es uno y el tiempo ha desaparecido, es posible aceptar —bajo los parámetros de la ficción y el lirismo señalados— la presencia física o referencial de personajes históricos reales como el Bosco, fray Ambrosio Montesino, Jorge Manrique, Dante, Séneca, Marco Aurelio, etc.

Esta cualidad de lo imperecedero del sitio permite su concepción como templo donde cabe —desde esa literatura de las impresiones, las brevedades, los impactos en el entendimiento— desmadejar los ovillos de lo que ha sido y es esa manera de ser de los canarios, que en la novela se sintetiza con la contundencia de una reiterada afirmación: Canarias ha sido explotada y mal utilizada. A través de numerosos destellos, las voces plantean las diferentes formas de su identidad a partir de la principal circunstancia que las condiciona: su pertenencia a islas que se aislaron, de entrada, por voluntad propia y, más tarde, por imposiciones ajenas. Una de las intervenciones de la novela lo proclama: «Somos un pueblo de leyendas y de imaginarios que prefirió olvidar la navegación para quedarse a salvo, para estar lejos de los otros, de los que traen dioses inventados para justificar las guerras y de los que solo buscan el oro y el brillo de sus monedas».

Las voces hablan, se desahogan, seleccionan los nudos de sus emociones y, en el perímetro afectivo de Guayedra, proceden a desanudarlos, a liberarse de ellos con parcelas de certezas individuales que la ficción y el lirismo inherentes a sus discursos les conceden. Serán los lectores los que, en el ejercicio de su libre albedrío intelectual, decidirán si se unen o no a ellas; si se amoldan a sus cosmovisiones las afirmaciones de los protagonistas y si, como parece insistir en enseñarnos Tenesor Semidán, todo lo terrenal, en el fondo, es vacuo, intrascendente por su efimeridad porque lo importante se halla en aquello que traspasa los límites del tiempo, lo que permite alcanzar la inmortalidad: el amor que se da y que se recibe. De ahí que, por sus honduras significativas y su adaptación a toda clase de circunstancias y condicionantes humanos, se me antoje ahora —en esta etapa de mi particular existencia en la que me he convertido en uno de los miles de lectores que tendrá la obra que nos ocupa— que nada representa mejor la síntesis de la novela que esta loa a la experiencia vital: «El último amor casi siempre es el amor verdadero».