El espectáculo sin fin

Centenario de Stanley Donen, uno de los grandes de la comedia musical cuyo nombre se asocia a uno de los capítulos más relevantes de Hollywood

Fotograma de ‘Dos en la carretera’, con Audrey Hepburn y Albert Finney.

Fotograma de ‘Dos en la carretera’, con Audrey Hepburn y Albert Finney. / Claudio utrera

Claudio Utrera

Claudio Utrera

Pocas han sido las figuras de la época dorada de Hollywood que han podido alardear de un currículo tan lustroso, coherente e impactante como el del autor de ese imborrable joie de vivre que fue, en definitiva, Cantando bajo la lluvia (Singing in the Rain, 1952). Y nadie exploró con tanta verdad y tanto rigor la descomposición de un matrimonio como el autor de Dos en la carretera (Two for the Road, 1967), una comedia tan cínica, desesperanzada y amarga sobre el desamor como la inolvidable Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1954), del maestro Rossellini, su más cercano referente, o la majestuosa y cautivadora Una cara con ángel (Funny Face, 1957), junto a Audrey Hepburn y Fred Astaire. Pero también firmó, con Cary Grant como protagonista, el thriller psicodélico Charada (Charade, 1963) y con Gregory Peck y Sophia Loren Arabesco (Arabesque, 1966), dos auténticas filigranas visuales que podrían haber sido rubricadas por el mismísimo Alfred Hitchcock de haber caído en sus manos ambos proyectos; de hecho sendas piezas han pasado a la historia, y sin que su director nunca lo negara, como dos grandes tributos al maestro del suspense.

Pues bien, y aunque estuvo apartado durante más de veinte años de los platós cinematográficos y de los escenarios, la figura del cineasta, guionista, bailarín y coreógrafo Stanley Donen (Columbia, Carolina del Sur, 1924/Nueva York, 2019), de quien se cumple este año el centenario de su nacimiento, sigue planeando sobre la historia del cine como el paradigma por antonomasia del director heterodoxo y multifacético, capaz de operar con la misma solvencia desde las trincheras más disímiles. Desde la comedia musical al thriller, pasando por el drama y la comedia romántica pocos géneros se resistieron a la voracidad de su talento. ¡Qué lástima»!, exclamaba hace un tiempo un viejo amigo durante un encuentro casual, que nuestro hombre no hubiese tocado las teclas del western porque nos habría obsequiado con una de las piezas más divertidas del género. Seguro.

En 1968 se le distinguió con el Óscar honorífico, pero es un gigante sobre el que habría que volver algún día

Solo en el terreno de la ciencia ficción, con Saturno 3 (Saturn III, 1980), un filme extraviado en sus propios enredos argumentales, sus acreditadas facultades artísticas no estuvieron a la altura esperada. Tal vez por no disponer de un guion con la debida solvencia o, sencillamente, por desconocimiento de los mecanismos de un género dotado de reglas propias, la película se convirtió en el blanco de todas las críticas, especialmente las que provinieron de la prensa estadounidense. Su siguiente trabajo, Lío en Río (Blame in to Rio, 1984), una comedia irregular inspirada en el filme francés Un moment d´egarement (1977), de Claude Berri, con la que clausuraría su carrera artística, tampoco le proporcionaría la menor gloria pese a volver al terreno que más notoriedad y alabanzas le proporcionó a lo largo de su provecta carrera.

¿Quién en el año 1969 hubiera tenido la osadía de mostrar la homosexualidad con la libertad que él lo hizo en ‘La escalera’?

Fue, a su manera, es decir, sin apartarse demasiado de los escasos márgenes que permite la gran industria a quienes no intentan acabar del todo con la rigidez de sus patrones narrativos, un profesional que rompió con algunos de los clichés más estereotipados del cine de Hollywood y, sobre todo, que aportó su inconfundible sello personal a una filmografía impulsada por un soplo constante de vitalidad de cuyo contagio no logra escapar ni el más circunspecto de los espectadores. Un cine, en resumidas cuentas, que buscaba la complicidad inmediata del espectador a través de un lenguaje ágil, transparente, preciso, sencillo y directo con el que trasmite ese aire entre dinámico y optimista que impregna casi todos sus trabajos. Y no solo los adscritos formalmente al ámbito del musical.

El espectáculo sin fin

El espectáculo sin fin / Claudio utrera

De ahí por tanto su poderoso influjo en el campo de las artes visuales del siglo XX y la trascendencia que han tenido muchas de sus películas en la formación del imaginario popular desde 1949, año de su debut como director con Un día en Nueva York (On the Town), una comedia musical vibrante e innovadora, con un reparto encabezado por Gene Kelly, Frank Sinatra y Betty Garret que, además de contribuir a la exaltación de una de las ciudades más fotogénicas del planeta, abrió una nueva senda estética para el desarrollo posterior de un género demasiado apegado, hasta entonces, a los escenarios de cartón piedra heredados de sus fuertes ascendentes teatrales.

Su enérgico sentido de la puesta en escena y su extraordinario dominio del ritmo lo capacitaron muy pronto para erigirse en el maestro supremo del music hall bajo el confortable paraguas de la Metro Goldwyn Mayer y con la invaluable cooperación de Fred Astaire, Gene Kelly y del productor Arthur Freed, otros tres puntales en la creación y posterior desarrollo del musical como género cinematográfico, al tiempo que contribuían a fraguar uno de los capítulos más ilustres de la historia moderna del cine.

Se erige en el maestro supremo del ‘music hall’ con Fred Astaire, Gene Kelly y el productor Arthur Freed

En la iconosfera del cine contemporáneo se alojan millones de imágenes que, de una u otra manera, han contribuido a modelar una nueva mirada, una nueva manera de observar el universo emocional que nos rodea. Es más que obvio que la visión de nuestro entorno social, familiar, psicológico y político no sería la misma sin la poderosa influencia que han ejercido a lo largo de nuestras vidas infinidad de películas, como las de Donen, provistas, en su mayoría, de una capacidad inagotable para la seducción.

La relación, en cualquier caso, se haría interminable toda vez que el cúmulo de títulos que se agrupan en el imaginario de cualquier espectador, sea o no consciente de la influencia que estos han ejercido –y ejercen– en su particular concepción del mundo, no tiene, como señala la famosa copla de García Segura, ni fin ni principio. Están ahí, en nuestra memoria colectiva, como experiencias heredadas consciente o inconscientemente durante incontables horas frente a una pantalla y que han marcado, en no pocos casos, el camino hacia el cambio de ciertas normas de conducta inducidas por la influencia indubitable que ejerce la ficción cinematográfica sobre nuestro subconsciente.

Desde 1949, año de su debut con un ‘Día en Nueva York’, abrió una senda estética en un género con gran ascendente teatral

Sea como fuere, en ese catálogo interminable de películas al que nos referimos gran parte de la producción del autor de El pequeño príncipe (The Little Prince, 1974) ocupa, sin duda, un espacio decisivo en el campo de la mitología cinematográfica. Además de Un día en Nueva York, musicales como Cantando bajo lluvia, Siempre hace buen tiempo (It’s Always Fair Weather, 1955), Bodas reales (Royal Wedding, 1950), Tres chicas con suerte (Give a Girl a Break, 1953), Siete novias para siete hermanos (Seven Brides for Seven Brothers, 1954), Movie, movie (Movie, Movie, 1978) o Una cara con ángel (Angel Face, 1956), junto a elegantes comedias de enredo como Indiscreta (Indiscreet, 1958) o Página en blanco (The Grass is Green, 1960); comedias dramáticas como Dos en la carretera o La escalera (Staircase, 1969); sofisticados divertimentos con tintes de thriller como Charada (Charade, 1963) o Arabesco (Arabesque, 1966) o se han convertido en espejos de la memoria emocional de varias generaciones de cinéfilos.

En diferente medida, todos estos títulos han servido de soporte a muchas de nuestras vivencias como espectadores de cine y se asientan en nuestra memoria como elementos de un paisaje interior que, de una u otra forma, ha contribuido a cimentar un complejo universo de sensaciones heredadas de un pasado que siempre se conjugará en presente: el que nos ha legado este viejo e incombustible creador de ensoñaciones que, para desgracia de su legión de admiradores, no pudo o no quiso, prolongar su carrera cuando aún no había atravesado la frontera de los sesenta años.

¿Qué momentos podrían definir mejor la alegría de vivir que la película ‘Siete novias para siete hermanos’?

¿Qué imágenes ilustrarían mejor nuestra pasión por la vida que las que ofrece el gran Gene Kelly en la memorable secuencia de la lluvia en Singing in the Rain? ¿Qué momentos podrían definir mejor la alegría de vivir que cualquiera de los números musicales que recorren películas como Siete novias para siete hermanos, Siempre hace buen tiempo (It’s Always Fair Weather, 1955), Un día en Nueva York (On the Town, 1949) o Una cara con ángel, esta última inspirada en la biografía del fotógrafo Richard Avedon? ¿Quién no se ha estremecido alguna vez ante ese majestuoso despliegue de sabiduría narrativa que cubre cada secuencia de Charada o de Arabesco? ¿Quién, en el año 1969, hubiera tenido la osadía de mostrar la homosexualidad con la libertad de conciencia con la que él la hizo en La escalera, otra sitcom protagonizada esta vez por dos intérpretes estelares: Richard Burton y Rex Harrison?

Son muchos los interrogantes que nos formulamos sobre este creador sin paliativos al que Hollywood distinguió en 1968 con el Óscar honorífico. Todo un gigante sobre el que habría que volver algún día para rendirle el homenaje al que, sin duda, se hizo acreedor a lo largo de su recorrido artístico gracias a esa inagotable capacidad para transmitirnos, mediante un prodigioso sentido de la puesta en escena, momentos mágicos que revelaban, sobre todo, un profundo amor por el cine y que pusieron alegría, emoción y magia en nuestras vidas. Se da además la circunstancia que este comentarista hizo su debut en el ámbito de la crítica, hace más de diez lustros, redactando un artículo a propósito del primer reestreno de Siete novias para siete hermanos, otro de sus filmes más emblemáticos, que me proporcionaría mi primera oportunidad para iniciar un recorrido profesional que hoy ya sobrepasa, con creces, los cincuenta años.