Desde el centro del margen

Julio Cortázar llevó al paroxismo la máxima de Gilles Deleuze «toda escritura es una carta de amor»

Julio Cortázar.

Julio Cortázar. / LP/DLP

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja […]

Imposible esculpir mejor un monumento al beso (y a la lengua limpia de lenguaje) como el que Cortázar urde en el capítulo 7 de su Rayuela, avanzando prestidigitadoramente (¿magicismo realista?) desde afuera adentro de las bocas, para culminarlo virándose, como veremos, a describirlo desde las dos lenguas ya fundidas. Nadie como él ha llevado al paroxismo más libérrimo la máxima de Gilles Deleuze: «Toda escritura es una carta de amor».

Por un azar que, como él mismo dice, no busco comprender, su aniversario, este lunes, hace carambola con el Martes de Carnaval y el miércoles del 14-F, en que confluyen el «polvo enamorado» (de Quevedo el Viejo) y la ceniza. Para ese día dispone de un arsenal de ideas punzantes que mejor preservar del alcance de El Corte Inglés y de los influencers, como esta hermosa consigna —¡a ver si cuela!—: «Ven a dormir conmigo. No haremos el amor. Él nos hará». O este certero y desolador retrato para la resaca del jueves, que expone en Un tal Lucas: «Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son». Luego, para el resto de la vida diaria, categorizó razonablemente a la humanidad en dos tipos de personas: quienes aprietan el dentífrico por arriba y quienes lo hacen desde abajo.

Nació, curiosamente, el mismo 1914, y apenas a unos días de distancia, que su colega, también del Cono Sur, Nicanor Parra. Solo que, mientras el padre de la antipoesía, falleció hace apenas un lustro, a los 103 años (con muchísimo tiempo, por tanto, para reciclar su compartido izquierdismo originario en un escepticismo político feroz: «¡La izquierda-derecha unida jamás será vencida!», profirió), el padre de la antinovela, cada vez más radicalizado con los años, falleció a sus 69.

Su fama de eximio narrador, autor de magnéticos cuentos, siempre en ebullición (Alfaguara los acaba de reeditar al completo), y de ese magistral artefacto de la fusión de géneros que es su Rayuela (una «contranovela», como le gustaba definirla), ha eclipsado al gran teórico y crítico literario que es también Julio Cortázar. Una faceta que va más allá de sus múltiples trabajos en este campo, en que destacan el monumental estudio sobre la obra de su venerado poeta John Keats (que, a su manera, también honró a Cupido: «El amor en el lugar del excremento») o la traducción y glosa de las obras completas de Edgar Allan Poe. Son las teorizaciones que inocula, sobre todo, en su obra narrativa, y que forman parte inextricable del relato, del mismo modo que el agujero de un donuts sigue siendo donuts...

Lo determinante en Cortázar es que sólo a partir de un riguroso cálculo, erigió su obra como un aparente error de cálculo. Para pertrecharse en su magnética insolencia de sacarle la lengua a las convenciones del idioma, y engendrar sus cuerpos textuales a partir de los pies de página, cierra un perfecto sistema literario, bajo la radical premisa de su imposibilidad; es un sistema de cepos imaginarios, preconcebido para denunciar la impostura de cualquiera que pretenda —siquiera abrir— un sistema literario. Desde el centro del margen en que se posiciona, la literatura está sucesivamente y siempre del otro lado. Deconstrucción, desplazamiento, indeterminación, defectividad... son, así, atributos intercambiables en la artillería de quien, en La vuelta al día en 80 mundos, por ejemplo, subraya: «Escribo por falencia, por descolocación; y como escribo desde un intersticio, estoy siempre invitando a que otros busquen los suyos y miren por ellos el jardín donde los árboles tienen frutos que son, por supuesto, piedras preciosas».

O bocas cuyos frutos son ese beso de marras en que, de este modo, nos adentra:

[…] Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio.

Y, acto seguido, ya no habrá escapatoria. El cíclope cierra su único ojo y se jibariza por dentro de las bocas:

Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

Una sola saliva que es también una única tinta. Como es sabido, Cortázar reivindica la figura del lector activo, capaz de reescribir el texto en el proceso de lectura, o —a través del cepo de un beso (de tuerca, justamente)— infiltrarse como personaje del relato. La transversal Rayuela admite ser leída como un portentoso manifiesto literario, en el que se invita al lector a combatir juntos «el más que podrido principio de razón suficiente y otras pajolerías infinitas»; con el objetivo, cómplice, de «hacerle la guerra al lenguaje emputecido, a la literatura, por llamarla así, en nombre de una realidad que creemos verdadera, que creemos en alguna parte del espíritu, con perdón de la palabra».

El principal cometido de su anti-novela, dice en algún momento, es trazar un plan para salirse, mas que sea a la pata coja, del «callejón sin salida al servicio de la Gran-Infatuación-Idealista-Realista-Espiritualista-Materialista del Occidente». No por nada, con su irreductible eros literario sin concesiones, llega a cifrar un idioma intransferible, e intraducible, que, por más señas, tiene la duración exacta del acto del amor. Ocurre que, con las lenguas fundidas en el beso, varios fragmentos después ya no habrá lenguaje que valga: «Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes...». ¿No es el adviento de un polvazo?

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