El himno que marcó a la cultura universal

La obra cumbre de Beethoven fue el resultado de una reflexión que aúna las experiencias acumuladas por el genio a lo largo de su vida

Grafiti con el rostro de Beethoven en la puerta de una garaje. | |

Grafiti con el rostro de Beethoven en la puerta de una garaje. | | / LA PROVINCIA/DLP

Emilio Vicente Matéu

Emilio Vicente Matéu

El 7 de mayo de 2024 se cumplen 200 años del estreno mundial de una de las obras cumbre de la cultura universal: la Novena Sinfonía de Beethoven. Fue reconocida por la Unesco como patrimonio de la humanidad, ingresando en la lista correspondiente el 12 de enero de 2003. En una ceremonia celebrada en la capital alemana se concretó la inscripción y desde entonces ha reafirmado su carácter como referente cultural más allá del tiempo y más allá de cualquier tipo de fronteras.

Desde la perspectiva de esta efeméride merece la pena echar la vista atrás para entender mejor cómo el ingenio humano es capaz de lograr semejante hito artístico, cómo posteriormente llega esta obra al alcance del disfrute general y qué elementos la integran para que realmente sea considerada como creación emblemática.

La música ha estado presente en la humanidad desde sus albores, y desde entonces su evolución ha sido imparable, tal como ha ocurrido con el resto de las artes. Pero llega un momento en que la complejidad artística logra un nivel tal, que progresivamente se va distanciando de la mayoría de la población, abriéndose una sima entre su disfrute popular y las posibilidades de determinadas élites sociales, económicas o culturales. En este sentido sabemos cómo para tener acceso a músicas algo más cultivadas que la propia de trovadores, juglares o melodías tradicionales acompañadas por instrumentos sencillos, la única posibilidad de muchos consistía en asistir a las ceremonias religiosas, si es que las catedrales, colegiatas o monasterios a su alcance disponían de capillas y ministriles que, por supuesto, no era lo más habitual.

Desde esta premisa entendemos mejor cómo con la evolución de lo que se dio en llamar la ars nova se impone otra forma de disfrute de la música; se trata de la preferencia por escuchar el virtuosismo del intérprete, que proporciona un deleite más asequible respecto a lo que se requiere ante obras de mayor complejidad. El virtuoso se recrea exhibiendo sus dotes interpretativas para lo que ofrece pequeñas obras o fragmentos seleccionados de composiciones mayores. Frente a esto, durante el siglo XIX surge un movimiento de opinión en Alemania, Francia e Inglaterra que apuesta por la excelencia de las obras de autor más que de intérprete, por partituras de más densidad y envergadura, con un planteamiento más profundo y, por supuesto, con coste menor que el caché obligado de aquellos divos. En esta especie de empeño contra la música comercial está comprometido un compositor de la talla de Schumann, siempre con la idea, no exenta de romanticismo, de que la música, tal como ha de ser en las demás artes, debe elevar el alma y que los compositores vendrían a ser como líderes espirituales de esa nueva humanidad y no simples hombres de negocios; ahí estaría la justificación del carácter artístico de una obra. En el ambiente está presente la veneración por las creaciones de lo que algunos dieron en llamar La Santísima Trinidad de la música: Mozart, Haydn y Beethoven.

En este contexto, la Philharmonic Society de Londres encargó a Beethoven su Novena Sinfonía. Corría el año 1817 y habían transcurrido cuatro desde el estreno de su Octava Sinfonía. La sociedad Filarmónica abonó al músico la cantidad de 50 Libras como precio del encargo (aproximadamente unas 8.000 libras al cambio actual) que, aun cuando hoy nos resulta una cantidad irrisoria para valorar obra tan descomunal, en aquel tiempo supuso un alivio para la maltrecha economía de Beethoven. Podemos decir que fueron un total de doce años los que transcurrieron desde que Beethoven iniciara su composición en los primeros apuntes que ya obraban en su poder, hasta el estreno en Viena que tuvo lugar el 7 de mayo de 1824, antes de que la partitura llegara a Londres para su entrega oficial.

Para entonces Beethoven ya se había quedado completamente sordo y toda Viena lo sabía. Al finalizar aquel memorable concierto estallaron los aplausos de un público conmocionado por lo que había visto y escuchado.  Sin embargo, cuando la música llegó a su fin, Beethoven seguía enfrascado en su partitura incapaz de escuchar aquellos aplausos, sin reparar en ello ni en los pañuelos que se agitaban en el aire, hasta que una de las cantantes solistas le alertó, tocándole suavemente el brazo. Solo entonces Beethoven se inclinó y saludó a sus admiradores. Allá estaba presente lo más llamativo de la clase social vienesa, músicos tan relevantes como Schubert o Czerny, y los políticos más representativos. Esta fue su última aparición pública y el momento en que nacía el mito. Después de aquella emotiva aparición Beethoven se retiró de la vida pública. Tenía 53 años, una salud frágil y una vida agitada y ator­mentada.

Nosotros nos preguntamos cuáles son los rasgos de esta obra musical para que sea tan significativa, y la única respuesta que se ocurre es que en la Novena Sinfonía todo es sorprendente. Hasta entonces, una sinfonía era en puridad una obra musical concebida para orquesta, compuesta por cuatro movimientos con el tratamiento propio de unos temas en cada uno de ellos. Se trataba de un género instrumental para sección de cuerdas, de metales y de maderas; además, no debía superar los treinta minutos, o poco más. Y de pronto, Beethoven desarrolla la Novena Sinfonía siguiendo la estructura convencional, pero para romperla desde sus propias entrañas; un cambio tan radical solo podía anunciar una nueva y genial idea del fenómeno musical.

En la Novena Sinfonía su duración es muy relevante si la comparamos con las sinfonías del modelo clásico; pero si nos referimos al cuarto movimiento, que dura tanto como la totalidad de alguna de las sinfonías anteriores, no hay más que decir al respecto. Su tratamiento de la orquesta es de una gran altura técnica y artística; y el atrevimiento, podríamos decir osadía, al incluir una parte coral, ya era sobrepasar en mucho los cánones establecidos.

Junto a todo ello, Beethoven acierta plenamente al diseñar, como motivo musical, una melodía sencilla y pegadiza, pero con gran carga emotiva, con la que consigue transmitir una sensación de alegría que cuadra perfectamente con la idea que pretende al elegir el texto de la Oda a la Alegría de Schiller. Bien es verdad que, para ahondar más en el pensamiento de Beethoven, es bueno tener presente que él reinterpreta el poema para, a través de él y apoyándose en la idea original del poeta que se refería más directamente a la alegría que se supone implícita en el placer de la bebida, nos transmita la alegría de la fraternidad universal.

No fue un proceso fácil el de su creación: mucho tiempo, muchas versiones, muchas dudas, mucho trabajo. No resultó cómoda la decisión de incluir voces, que era algo totalmente nuevo, aunque esto no constituía el único factor iconoclasta; si la analizamos detenidamente podemos descubrir en ella una especie de maridaje de la elegía con la cantata, de la ópera italiana y la germana, de la fanfarria militar y aun del réquiem. Por eso podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que la Novena Sinfonía fue el resultado de una reflexión que asume y aúna las vivencias, experiencias e impresiones acumuladas por Beethoven a lo largo de los años, y esto es precisamente lo que imprime la personalidad a la obra. O sea, que toda su creación anterior, particularmente las sinfonías previas, viene a constituir como pequeñas metas y su logro habrá de conducirle a una recapitulación cuyo fruto final es esta Novena Sinfonía. Está claro que con ella Beethoven acertó a crear una nueva forma de arte, más allá de la tradi­ción heredada.

En cuanto a su éxito, no podemos olvidar que, cuando Beethoven hace alusión a la idea de la fraternidad universal, consigue ganarse el sentimiento de todos y el motivo para que todos la canten. Gentes de todos los lugares, de todas las edades, de las ideologías más opuestas, de cualquier tramo de la historia en estos doscientos años transcurridos, la han hecho suya y la entonan con fervor. Pero quizá uno de los momentos emblemáticos tuvo lugar en Berlín pocas semanas después de la caída del muro; el concierto, dirigido por Leonard Bernstein, reunió una orquesta con músicos de las dos Alemanias, en la que el director, con emoción manifiesta, se permitió la licencia de cambiar la palabra alegría por libertad.

En 1972, el Consejo de Europa convirtió el tema de la Oda a la Alegría de Beethoven en su himno. En 1985 fue adoptado por los dirigentes de la UE como himno oficial de la Unión Europea. El himno no tiene letra, solo música; el lenguaje universal de la música expresa los ideales europeos de libertad, paz y solidaridad. La UE no pretendió sustituir los himnos nacionales de los países miembros, sino más bien celebrar los valores que todos ellos comparten. El himno se interpreta en las ceremonias oficiales de la Unión Europea y, en general, en todos los acontecimientos de carácter europeo.

Podríamos analizar la estructura técnica de la Novena Sinfonía en cada uno de los cuatro movimientos como en la totalidad de la obra; podríamos enaltecer la belleza, la profundidad y la variedad de sus temas individuamente y en el conjunto de su unidad; podríamos reflexionar sobre la incidencia social de la novena sinfonía entre las generaciones de estos años; podríamos comentar la influencia ejercida sobre los músicos que siguieron; podríamos incluso referirnos a los detractores de Beethoven, que también los hubo, incluso con nombres sobradamente conocidos; pero no podemos obviar su final ¿cómo pasar de largo ante ese prodigio de emociones que nos transmiten las voces? Llegados a este punto no vamos a detenernos más para enaltecer esta maravilla del arte musical. A estas alturas, nadie duda que esta sinfonía cierra un gran ciclo, que alcanza la cumbre del arte que nació de todo un genio humano y que ha conseguido por sus propios méritos el reconocimiento universal.