Teatro

Cucharón en el exilio

La Calórica realiza una perfecta descripción crítica de los principios fundamentales que han vertebrado las opciones políticas, sociales y económicas en Occidente

Una escena de ‘Las aves’ de La Calórica.

Una escena de ‘Las aves’ de La Calórica. / LP/DLP

En la Atenas democrática era una obligación para el ciudadano participar de la vida política. Pero dudo mucho que en la cuna de la civilización dicha ocupación, que garantiza unos pingües beneficios y un nivel de vida acomodado sin realizar excesivos esfuerzos, había llegado al mismo grado de corrupta putrefacción e insoportable mediocridad como el que respiramos actualmente en España.

Pero lo que se narra en el cuento de Aristófanes en el 414 antes de Cristo, Las aves, que se representó el pasado fin de semana en el teatro Cuyás, no dista mucho de lo que siglos después se denominará como anarquía: dos ciudadanos deciden escapar de un orden establecido que ya no les gusta y que les resulta asfixiante sin saber muy bien lo que les va a deparar esa huida hacia adelante. A partir de aquí, la historia adquiere el tono de una fábula narcótica y psicodélica ya que el encuentro de ambos protagonistas con una abubilla les aviva el deseo de integrarse en el mundo de las aves.

Los pájaros, las gallinas o los gorriones, como es natural, no se fían demasiado, muestran su desconfianza hacia las verdaderas intenciones de los humanos ya que son conscientes de su debilidad, falta de autocontrol, vanidad y egoísmo, además del poco respeto hacia el resto de animales del planeta. Por eso, y con su habitual carga de irreverencia, La Calórica realiza una perfecta descripción crítica de los principios fundamentales que han vertebrado las opciones políticas, sociales y económicas en Occidente.

La trama se desarrolla caóticamente donde farragosos discursos capitalistas se alternan con grotescas escenas familiares, combinados con números musicales que pueden ir desde una hermosa balada romántica hasta el house más ensordecedor. El resultado es algo que eminentes psicólogos han advertido desde hace tiempo: permitir que un individuo ostente el poder político durante más cuatro años lo convierten en un peligro en potencia, una pieza más de ese engranaje que es la mátrix psicopática que manipula el planeta. Lástima la media entrada en el Cuyás para una obra tan arriesgada. Leopoldo María Panero llamaba Cucharón a Juan Carlos I. Un sobrenombre cariñoso, sonoro, con facilidad para la rima y que evoca la imagen poderosa de que mientras todos los ciudadanos tomamos la sopa con cuchara sopera, el monarca la toma con cucharón, otro privilegio de la realeza. Pero tal y como ocurre en Las aves, Cucharón fue obligado a abdicar y a exiliarse lejos de su especie.