La última vez que estuve en La Romareda salí de allí con una mala mezcla de sensaciones, entre el cabreo monumental y el peso de la derrota camino de la rendición. Fue el 17 de junio de 2015. La noche de aquel día la Unión Deportiva Las Palmas perdió 3-1 contra el Real Zaragoza y en la atmósfera de aquella velada, por la que ya se asomaba el verano, la sensación era que el ascenso a Primera División –otra vez, apenas un año después del ‘Cordobazo’– se escapaba como un suspiro a través de una mascarilla.

En busca de una salida para huir de La Romareda, como el que se quiere alejar de un campo de batalla sin mirar atrás, me topé con Miguel Ángel Ramírez. Frente a mi pesimismo y mi enfado por el desastre, el presidente estaba atrincherado en el optimismo. No es que sólo se mostrara esperanzado, es que estaba convencido de la remontada. Tal vez, como rezaba aquella pancarta que cuatro días después sobresalió en la Naciente, sabía que el ascenso de la UD Las Palmas a Primera División “estaba de Dios”.

El regreso de la Unión Deportiva a La Romareda me ha puesto melancólico. Lo admito. Y en ese ataque de magua me ha dado por repasar aquellos días de trabajo en equipo –José Miguel, Víctor, Paco, Edu, José, Eva, Misra, Quique, menuda locura, eh– con el desafío de publicar el 22 de junio un periódico de esos que se guardan para toda la vida. Y en ese empeño por releer me ha dado por pararme en el equipo que tenía Las Palmas.

Casto, David Simón, Ángel López, Aythami, David García, Culio, Roque Mesa, Javi Castellano, Jonathan Viera, Momo, Vicente Gómez, Valerón, Nauzet Alemán, Araujo, Dani Castellano, Guzmán Casaseca, Ortuño, Tana o Marcelo Silva, hace cinco años, formaban un señor equipo. Y a ellos nos agarramos, con Paco Herrera al mando, en busca del ascenso, de aquella supuesta tierra prometida.

Ahora, con el poso que deja el paso del tiempo y el retorno a La Romareda, me doy cuenta de lo mal que encaramos aquellos días. De lo equivocados que estábamos. Entonces nos movió la obsesión por estar en Primera División. Por ver al equipillo midiéndose contra Barça y Madrid. Por visitar templos como San Mamés o el Calderón –antes de que cayera a golpes de palas excavadoras–. Por sentirnos, simplemente, en la cima del mundo. Y no nos dimos cuenta de que aquello era la felicidad. Buscamos como obsesos los créditos finales de la película y nos perdimos el encanto de toda la historia.

Hoy, cinco años después, repaso todo lo que ha vivido la UD Las Palmas tras aquella visita de junio de 2015 a La Romareda y me siento como Tony Soprano cuando vio partir a aquellos patos desde su piscina rumbo a otro rumbo. Eso debe ser la nostalgia.