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Cien años del Bauhaus feroz

La escuela artística de Gropius, una de las más importantes del siglo pasado, no ha dejado de diseñar detractores

Walter Gropius. LP/DLP

Ahora se cumplen cien años de la Bauhaus, fundada por el arquitecto alemán Walter Gropius, el hombre que, según sus admiradores, tuvo el mérito de lograr que el arte dejara de ser un lujo para unos pocos. También existen los detractores. Para ellos la historia adquiere dimensión poética cuando a menudo se oye decir que el fundador de una de las escuelas más importantes de arte, diseño y arquitectura del siglo XX, en realidad no sabía dibujar.

Gropius, que tenía buenas ideas y se rodeaba de colaboradores eficaces y hasta geniales, no siempre dispuso de medios para llevar adelante sus proyectos. Cuando se alistó en su regimiento de húsares del ejército alemán, en 1904, con veintiún años, todavía era un ciudadano del siglo XIX. Una fotografía de esa época lo muestra vistiendo con indisimulado orgullo el uniforme de pelliza con borlas de diseño inamovible desde las guerras napoleónicas. Al año abandonó el cuerpo, algo agotado por el desgaste que supone mantenerse a caballo con la prestancia exigida por la aristocrática caballería. A partir de ese momento se dedicó a innovar: el mundo de ayer le resultaba insoportablemente obsoleto.

Inquieto y en busca de inspiración, viajó por España durante un año y conoció a Gaudí mientras construía su obra maestra, la Sagrada Familia. De vuelta en Berlín, Gropius fue aprendiz del arquitecto y diseñador Peter Behrens, quien le enseñó los arcanos del oficio, desde los secretos de los gremios de albañiles medievales hasta los elementos geométricos de la arquitectura griega. Más tarde aplicaría estas enseñanzas al fusionar las dos escuelas de arte que ya existían en Weimar, con el objeto de que la futura institución sirviera para expresar novedad y, al mismo tiempo, una nostalgia extrema por la Edad Media. Behrens era el padre fundador del diseño industrial y de la identidad corporativa, no solo dibujó edificios sino también los objetos que los poblaban. Con él, Gropius aprendió a crear una especie de marca visual mediante la combinación de materiales: baldosas de cerámica de estilo morisco y cactus del desierto, hormigón y vidrio esmerilado.

No era bueno con el lápiz pero la estética Bauhaus sí demostró, en cambio, su capacidad para dibujar sofisticados detractores de la avanzada y desnuda obra que proponía. No solo los que lo criticaron en su tiempo sino los que, desde planteamientos convencionales, vendrían después a reprocharle a él y sus seguidores cierta impostura artística que obliga a los ciudadanos a aceptar un tipo de obras, que en realidad detestan. El mayor ejemplo es Tom Wolfe, que en 1981 escribió ¿Quién teme al Bauhaus feroz?, un guiño al cuento de Perrault que viene a reemplazar el juego de palabras utilizado por el nuevo periodista en el título original, From Bauhaus to Our House.

¿Qué hace Wolfe? Pues, sirviéndose de un panfleto, demoler los cimientos de la arquitectura contemporánea. Lo mismo que seis años antes perpetraba, en relación al arte, con La palabra pintada. Wolfe se rebela ante el hecho de que las obras de nuestro tiempo no se expliquen por sí mismas y tenga que venir alguien a destriparlas ideológicamente. Profesa un gran desprecio por la teoría que se entromete en el sentido común y apela al racionalismo para convertir las casas en 'refinerías de insecticidas'. Se identifica con Alma Gropius, la primera esposa del Príncipe de Plata -apodo que puso Paul Klee al arquitecto alemán-, cuando esta, mujer voluptuosa y refinada, visita la Bauhaus desde su Viena natal y reclama la distinción del Viejo Mundo que su marido quiere desmantelar.

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