La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La vacuna de la viruela en Canarias

Vacunar, en origen la acción de aplicar materia o fluido vacuno para proteger de la viruela, se ha convertido también en la solución para la pandemia del coronavirus P Nada nuevo en la historia de la salud pública de las Islas

La corbeta ‘María Pita’ zarpando con la vacuna que llevó a Canarias, América y Filipinas. LP/DLP

“Esta madrugada entró en este puerto con 10 días de viaje de la Coruña que va con la Expedición de la Vacuna para la América. Vienen 22 niños y ya están alojados en tierra y permanecerán aquí un mes. Se les hizo un espléndido recibimiento”

Para una correcta conservación del virus Balmis había decidido trasladarlo en el organismo de esos niños que irían siendo inoculados sucesivamente con el virus extraído de las pústulas de los vacunados la semana anterior. Transportaban asimismo una carga de linfa de vacuna guardada entre placas de vidrio.

Para ayudar en la difusión y facilitar la ejecución de la vacuna, se publicó una Breve instrucción para los que se dedican a vacunar en los campos, donde no hay profesor revalidado escrita por el doctor Juan Bautista Bandini Gatti e impresa por Francisco de Paula Marina y Suárez como Impresor de la Real Sociedad de Amigos del País, cargo que ocupó desde 1801 hasta 1816.

Juan Bautista Bandini, profesor médico de la Real Armada y después médico de cámara del obispo Manuel Verdugo desempeñó una cátedra de Agricultura para la Real Sociedad en el Seminario Conciliar, publicando luego el primer tomo de las Lecciones de Agricultura que llevan su nombre. Fue secretario y archivero de la Real Sociedad y socio correspondiente de la Academia de Ciencias de París. Su Instrucción… fue difundida y acercada al pueblo por el clero obedeciendo las órdenes de Verdugo y comenzaba con la aclaración de que “Vacunar es la acción de aplicar la materia, ó flúido vacuno a la persona tierna ó adulta que se quiere precaver de las viruelas…”

Cuando llegó la Real Expedición a las Islas se pidió que desde cada una de ellas se enviasen niños a Tenerife para iniciar la propagación de aquel remedio al mal de la viruela por todo el Archipiélago. Isidoro Romero, entusiasmado por todo aquello que ocurría y que venía a confirmar lo que él llevaba años practicando, dejó escrito que “aviéndose savido en Canaria, inmediatamente escogió el Ayuntamiento siete niños, nombró un sirujano y practicante y al sscribano mayor de Ayuntamiento, y fletó barco para que fuesen a dicho puerto y trajesen a Canaria la materia para su propagación. Hasta el puerto acompañó a los niños una diputación de la Ciudad, uno de los quales individuos fui yo, y el señor corregidor”.

La Real Expedición prosiguió su andadura y el 9 de febrero de 1804 llegó a Puerto Rico, continuando luego por toda Sudamérica para luego pasar a Filipinas y Macao.

Con su llegada al puerto de Lisboa el 4 de agosto de 1806 se dio por concluida la primera operación mundial para vacunar a una gran población de una enfermedad tenida por incurable.

El mismo Jenner se refirió a ella afirmando que no se maginaba que en los anales de la historia hubiese un ejemplo de filantropía tan noble y tan extenso como el que España con el apoyo de sus monarcas, sus personalidades ilustradas y su clero habían llevado adelante. El 8 mayo de 1980, la XXXIII Asamblea de la Organización Mundial de la Salud afirmó en Ginebra que declaraba solemnemente que “el mundo y todos sus habitantes han conseguido liberarse de la viruela, enfermedad sumamente devastadora que ha asolado en forma epidémica numerosos países desde los tiempos más remotos, dejando un rastro de muerte, ceguera y desfiguración, y que hace tan solo un decenio abundaba en África, Asia y América del Sur; expresaba su profunda gratitud a todas las naciones y personas que han contribuido al éxito de esta noble e histórica empresa y señalaba este hecho sin precedentes en la historia de la salud pública a la atención de todas las naciones que, gracias a su acción colectiva, han liberado a la humanidad de ese antiguo azote y han demostrado así, cómo el esfuerzo mancomunado de las naciones en favor de una causa común puede promover el progreso humano”.

La VACUNA de la viruela en Canarias

Además se decidió conservar reservas estratégicas del virus en dos lugares del mundo: Georgia (Atlanta, EEUU) y Nobosibirsk (Rusia) custodiados por el Centro de Investigación Estatal Ruso de Virología y Biotecnología y aunque desde entonces ha continuado el debate de qué hacer con ellas no se ha llegado a un acuerdo mundial al respecto. Seguir investigando ante posibles rebrotes de la humanidad o el riesgo de conservar vivos agentes mortíferos que pudieran ser utilizados como armas en un enfrentamiento bélico-biológico son argumentos permanentes en esta controversia.

Mucho se ha comparado en varios escritos e intervenciones en los últimos meses la proeza que supuso el inicio mundial de las vacunaciones para que la mayoría de los seres humanos dejáramos atrás siglos y siglos de dolores y enfermedades con el Covid y sus estragos.

Es la solución que la ciencia pone a nuestro servicio y al igual que en 1803, los temores han surgido con una fuerza tan abrumadora como abrumadora ha sido la experiencia sufrida por la Humanidad. Pero al igual que hace más de dos siglos, muchos nos unimos para defender la vacuna como lo que es: el resultado del progreso mundial para liberarnos de este mal.

Por ello, esperemos que los próximos meses las devastaciones sociales, sanitarias, económicas y de todo tipo que ha ocasionado la pandemia que la Humanidad ha padecido en 2020 pueda iniciar con esta vacuna, que lleva dos semanas dando sus primeros pasos, la misma travesía que el barco de la viruela comenzó en 1803 y para los hombres y mujeres de todo el mundo sea el inicio del fin.Tal como reseñan en su extraordinario trabajo al respecto de este tema Víctor García Nieto y Justo Hernández, en Canarias se conocía el método de prevención a través de la viruela de las vacas descubierto y desarrollado por el médico inglés Edward Jenner (1749-1823) quien, en su práctica diaria en la localidad de Berkeley, Gloucestershire, había advertido que las personas que por su contacto con ganado vacuno contraían la viruela de estos animales demostraban después una inmunidad a la padecida por los seres humanos, que a finales del siglo XVIII era una de las principales pandemias de la humanidad. Por ello y por la relación del Archipiélago con Inglaterra y otros lugares donde comenzaba a desarrollarse el método de Jenner, comenzó a ponerse en práctica en nuestra tierra aunque también es verdad que con muchos recelos y dificultades para superar los miedos que suscitaba ese método en la población isleña, por lo que esas primeras experiencias aparecen siempre ligadas a personas de las clases altas, conocedoras de experiencias idénticas realizadas en Inglaterra o en el mismo territorio español.

El método de la inoculación se practicaba desde siglos en el Lejano y Medio Oriente y se conoció en Europa gracias a lady Mary Wortley Montagu, hija del primer Duque de Kingston (1689-1762) y esposa del embajador inglés en Turquía. En una carta suya afirmaba: “... la viruela, tan mortal y habitual entre nosotros está aquí casi erradicada ... hay un equipo de ancianas que cada otoño en el mes de septiembre cuando el calor remite se dedican a preguntar en qué familia ha habido viruela ... las ancianas vienen con una nuez llena de viruela y ... ponen una pequeña cantidad de viruela ... estoy tan segura del experimento, desde que lo probé con mi hijo pequeño. Soy lo suficientemente patriota como para traer esta útil invención a Inglaterra”.

Jenner aplica la vacuna.

Su teoría interesó en tal medida a la princesa de Gales, que hizo lo mismo con sus dos hijas y dirigió experimentos con presos y huérfanos. El éxito obtenido en todos los casos no fue suficiente para evitarle la oposición de la Iglesia y de la clase médica que siguió desconfiando del método. No obstante, Jenner sí le prestó atención y comenzó a realizar experimentos que durarían veinte años hasta que en mayo de 1796, tratando de demostrar su teoría, extrajo pus de la mano de Sarah Nelmes, una lechera que se había contagiado de la viruela vacuna e inoculó de la misma al niño James Phipps. Éste desarrolló una insignificante enfermedad sin la menor complicación por lo que el 1 de julio del mismo año se le inoculó la viruela humana mediante pequeñas incisiones en la piel sin que el niño llegase a enfermar.

Así se llevó a cabo la primera experiencia médica en el campo de la vacunación.

En Canarias, el lagunero III Vizconde del Buen Paso, Juan Primo de la Guerra, escribía antes de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna: “Mi madre ha hecho vacunar al chico de la criada Nicolasa, le hizo la inoculación y le ha asistido don Domingo Saviñón. Se le han presentado tres viruelas mayores que las comunes, y que forman debajo un tumor de alguna consistencia. Ha seguido su curación con la misma felicidad que los demás niños del país, en quienes se ha ejecutado este descubrimiento”; o el mismo alcalde del Puerto de la Cruz José Álvarez Rixo, cuando deja constancia de que “en diversas etapas que trájose a este Puerto el pus de la vacuna por primera vez en dicho año de 1803, por suscripción de los vecinos pudientes, vacunándose trescientos noventa y cinco niños, antes que la hubiese remitido nuestro Soberano... y se continuó esta benéfica operación en abril del año siguiente de 1804”.

Entre estas personas adelantadas en aplicar soluciones y desbancar los temores destacó el regidor de Gran Canaria Isidoro Romero y Ceballos, nacido en Caracas de familia isleña en 1751 y que después de muchos avatares familiares —y “habilitado ya en la facultad de Leyes”— vino en 1772 desde la Península a Gran Canaria para ocuparse de controlar sus extensas propiedades. Casado con Josefa Magdaleno Estrada Sánchez tuvo once hijos de los que le sobrevivieron siete. Todos ellos fueron inoculados por su padre sucesivamente y contra la opinión de todos a lo largo del último tercio del siglo XVIII. Como curiosidad, en Venezuela sería el tinerfeño Juan Perdomo Bethencourt quien aplicaría la vacuna en la ciudad de Caracas durante la epidemia de 1786.

Gracias al Diario de Isidoro Romero sabemos por ejemplo que después de 21 años sin padecer el ataque de la viruela, en el mes de agosto de 1780 quedó la ciudad contagiada de este mal por dos hombres procedentes de Tenerife, y aunque en el mismo diario se aclara que “no fueron virgüelas, sino chinas” lo verdaderamente interesante fue la determinación que tomó: comenzó la inoculación en personas sanas con secreciones de otras que habían padecido la enfermedad por el método llamado variolización aunque, tal como él mismo aclaraba, su propuesta tuvo “antes de empezarse a ejecutar un partido muy contrario en esta ciudad, que hablaba de ella como de un proyecto contrario a las máximas de la religión y de la humanidad”. No obstante, convencidas por la mejoría que se observaba en muchos casos, más de 150 personas consintieron en inocularse de otros enfermos. De los 150, sólo fallecieron dos niños de pecho. Podemos suponer que el consentimiento obtenido para ello se basaría en el prestigio que Romero tenía en la sociedad isleña, y de ello resultó que ésta “fue la primera vez que en Canaria se practicó semejante proyecto, siendo yo uno de los que lo practiqué con bastante felicidad, gracias a Dios y a la intercesión de Nuestra Señora del Pino”.

Con un espíritu científico extraño en esta época anotó cada una de las fases que observaba, los días en que comenzaban las pústulas, cuánto tiempo tardaban en comenzar a mostrar calenturas o cuándo se caían las caspas o debían colocarse los parches. Sin miedos ni temores injustificados. Avanzando con la experiencia.

Y se tuvo ocasión nuevamente de demostrar lo útil que le eran sus anotaciones siete años más tarde, en 1787, cuando aparecidos unos casos en las cuevas del Castillo de Mata los utilizó bajo su propia responsabilidad para inocular y proteger a tres de sus hijos. Junto a esta preclara y científica clarividencia nos ofrece también remedios de otra época pero que, saliendo de donde salieron, tienen el atractivo de significar en nuestra tierra un intento de liberarse de este mal: “Se olvidó prevenir que para lavar los ojos de los virgüelientos se hace un cocimiento de linasa, sevada blanca, asafrán de la tierra y malvao; y para gárgaras otro de lantén, cabesas de rosas y sevada, y para suavizar la garganta lamedor de moras; y para precaver el que salgan por dentro de ella se pone desde la 3ª calentura, quando quieren empezar a pintar, un poco de asafrán de fuera por devajo de la varva, en el gañote, que toque a la carne, sugetándolo con un listón ancho de lienzo”.

Estas personas que vieron el avance que suponía la inoculación fueron la vanguardia que conformó el sustrato para poder aplicarla masivamente en una sociedad muy marcada por la incultura y el temor a todo lo desconocido. A partir del siglo XVII, el aumento de la virulencia de la viruela la convirtió en lo que había sido la peste en el medievo y supuso una preocupación sanitaria de primer orden, es decir, se transformó como afirman Emilio Balaguer y Rosa Ballester en una auténtica enfermedad social en el sentido que le otorga la epidemiología histórica a ese término: un tipo de enfermedad con repercusiones objetivas y subjetivas alarmantes para toda la sociedad. Para toda la humanidad. Ello se afirmaría de tal manera a lo largo del XVIII que el médico irlandés afincado en España Timoteo O’Scanlan escribía en 1792 sobre las viruelas: “Son una guadaña venenosa que siega sin distinción de clima, rango, ni edad, la cuarta parte del género humano, constando por repetidas observaciones que la décima cuarta parte de cuantos anualmente pierden la vida son sacrificadas a esta cruel hydra”.

Con esas mismas experiencias y un concepto claro de la viruela, Edward Jenner continuó trabajando pese a muchísimos detractores y así descubrió que la vacuna se podía transferir entre seres humanos sin perder estas cualidades inmunizadoras. Todas sus teorías y las conclusiones de su trabajo fueron divulgadas por el mismo Jenner que en un primer momento continuó sin recibir el apoyo de los científicos ni del clero en su propio país ni en otros países europeos. El que se manifestó como férreo defensor de sus teorías fue el francés Jacques-Louis Moreau de la Sarthe, autor del libro Traité Historique et practique de la vaccine que en marzo de 1802 sería traducido al castellano.

En España sería Francisco Xavier de Balmis i Berenguer, nacido en Alicante en 1753 y cirujano honorario de cámara del rey Carlos IV el encargado por la Corona de hacer posible el proyecto de la Real Expedición.

Este monarca, afectado por el fallecimiento de su hija la infanta María Teresa por esta enfermedad, para dar ejemplo ordenó el mismo año inocular a sus hijos y, demostrando una visión muy superior a otros gobernantes de su época pese a la imagen que de él nos ha dejado la historia, puso en sus manos la organización de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna a América y Filipinas, que pretendía erradicar la viruela de todos los dominios de la Corona Española, forjando con su decisión el inicio de la primera vacunación a nivel mundial de toda la historia de la humanidad.

Para ello se publicó en la Gaceta de Madrid una Real Orden, que aclaraba las intenciones del monarca:

“Deseando el rey ocurrir a los estragos que causan en sus dominios de Indias las epidemias frecuentes de viruelas, y proporcionar a aquellos sus amados vasallos los auxilios que dicta la humanidad y el bien de estado, se ha servido resolver que se propague a ambas Américas, y si fuera posible a Filipinas, el precioso descubrimiento de la vacuna, acreditado como un preservativo de las viruelas naturales”.

Así mismo ordenó también obtener los gastos de la Real Expedición de las arcas públicas por medio de un edicto encaminado a que los funcionarios y autoridades del clero de los territorios españoles apoyaran a Balmis en sus propósitos. A Balmis le acompañarían los ayudantes Dr. José Salvany y Lleoparte, Manuel Julián Grajales y Antonio Gutiérrez y Robledo, los cirujanos Rafael Lozano Pérez y Francisco Pastor Balmis, los enfermeros Basilio Bolaños, Ángel Crespo y Pedro Ortega, y una única mujer, Isabel Sendales o Zendal, enfermera coruñesa, rectora de la Casa de Expósitos de La Coruña y madre de uno de los llamados “22 ángeles”, cuya misión radicaba en atender a los niños y estar alerta para que no se rascaran las heridas, ya que el virus se mantenía vivo pasándolo de niño a niño siguiendo la técnica “brazo a brazo” de Jenner. Debía cuidarlos tal como establecía el monarca para que fueran “bien tratados, mantenidos y educados, hasta que tengan ocupación o destino con que vivir, conforme a su clase y devueltos a los pueblos de su naturaleza, los que se hubiesen sacado con esa condición”. Queda para otro escrito el incumplimiento en los años siguientes de esta voluntad de Carlos IV.

El proyecto de Balmis fue aprobado el 23 de junio de 1803 y en su hoja de ruta titulada Derrotero que debe seguirse para la propagación de la vacuna en los dominios de Su Majestad en América ya se especificaba su inicio en Canarias. La expedición partió de la Coruña el 30 de noviembre de 1803 en la corbeta de doscientas toneladas María Pita que zarpó del puerto coruñés. El barco iba cargado con lienzo para vacunaciones, 2.000 pares de vidrios para mantener el fluido de viruela de vacas, barómetros, termómetros y 500 ejemplares de la traducción de la obra Traité Historique el practique de la vaccine realizada por el médico del Real Colegio de Madrid Pedro Hernández. Su primera escala se produjo diez días más tarde en el puerto y villa de Santa Cruz de Tenerife. El obispo de entonces Manuel Verdugo y Albiturría apoyó totalmente el proceso de vacunación de la población canaria con lo que las reticencias que existían fueron fácilmente superadas.

Así, frente a actuaciones como la de José Álvarez de Ledesma, escribano del Ayuntamiento del Puerto de la Cruz, que intentó difundir un manuscrito con el que “quería probar que impidiéndose los estragos de la viruela, se resiste la voluntad de Dios, y de consiguiente se atrae su ira a quien se valga de aquel remedio”, aparecía por ejemplo el apoyo del clero más ilustrado, que se vio en hechos como el de que el Beneficiado de Santa Cruz de La Palma Manuel Díaz exhortara a sus feligreses para que se aprovecharan de los beneficios de la vacuna, recordándoles los luctuosos días por los que había pasado la Isla en 1787 y 1788 a consecuencia de la viruela y asegurándoles que quedarían superados con aquel avance científico del que tenían el honor de disfrutar.

El oobispo Manuel Verdugo encargó a su médico personal, el genovés Juan Bautista Bandini Gatti la ‘Breve instrucción para los que se dedican a vacunar en los campos donde no hay profesor revalidado’ un interesante escrito que indicaba los pasos para extender la vacuna de la viruela de una forma claras y metódica (a la derecha). El apoyo que entonces prestara Verdugo a la vacunación ayudó a superar los temores que la ésta provocaba en la población canaria.

El 10 de diciembre de 1803 el María Pita llegaba a la bahía de Santa Cruz de Tenerife y con él todos los recursos humanos y de intendencia que harían posible la campaña de vacunación contra la viruela en los territorios del imperio español y Portugal comenzaron a moverse. Tal como aparece en el estudio que realizara al efecto Carlos Cologan Soriano, se dejó constancia de la llegada y sus circunstancias.

Compartir el artículo

stats