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Gáldar

Las empaquetadoras de tomates se reencuentran en Gáldar

Las mujeres trabajaban hasta 20 horas al día

Las mujeres catalogaban y empaquetaban los tomates según su tamaño y aspecto, imagen del archivo Fedac. LP / DLP

Muchas de las personas mayores de las islas, sobre todo mujeres de las zonas costeras de Tenerife, Gran Canaria, Lanzarote y Fuerteventura, suelen comenzar a hablarnos de su vida laboral recordando sus trabajos en los campos de tomates y en los almacenes de empaquetado. "Corrían los años sesenta, era época franquista y las mujeres fuimos educadas para formar un hogar y salir a trabajar", explicó Teresa Mendoza, de 67 años y que pasó su adolescencia en los campos de cultivo de tomate. "Nuestro instituto fue el almacén de La Ciel", comentó.

Mendoza, como muchas mujeres canarias de mediados del siglo pasado, pasó sus años dorados empaquetando tomates seis días a la semana. "Hacíamos muchas horas, hasta los días festivos, para que llegado el fin de semana cobrásemos un salario mísero", añadió. "Fue nuestra etapa dorada, vivíamos con la esperanza de casarnos algún día", declaró Mendoza, quien se casó con 22 años y dejó el trabajo de empaquetado.

Rita Vega, de 61 años y natural de Gáldar, también pasó su juventud dentro de un almacén de tomates. "Trabajé nueve zafras, del 63 al 71, hasta que me casé y me indemnizaron", explicó Vega, que recuerda el trabajo con un prisma de nostalgia. "Con el paso de los años el recuerdo se ha ido haciendo más bonito", comentó. Como Mendoza trabajó desde los 14 años en la industria del tomate.

"Nuestros horarios eran dignos de un campo de concentración", se atrevió a calificar Vega. Como ella, muchas mujeres canarias dedicadas a la zafra del tomate comenzaban su jornada a las ocho de la mañana. Disfrutaban de un descanso de 12.00 a 14.00 horas que aprovechaban para comer. "En el parón aprendíamos a coser de las mayores", recordó Vega. Después seguirían empaquetando hasta el siguiente descanso, de 20.00 a 21.00 horas. "En este parón muchas aprovechábamos para que nos visitaran nuestros novios y así coger un poco de fuerza", rememoró Mendoza. La jornada no acababa ahí, el trabajo en el almacén de empaquetado continuaba hasta pasada la media noche. "Muchas intentábamos adelantar horas para disfrutar de un día libre el fin de semana", explicó Vega.

Las muchachas también querían que las sacaran a cargar los camiones. "Era por salir un poco del almacén y hacer el trabajo al aire libre", dijo Mendoza. "Por suerte un supervisor estaba colado por mí y apenas me hacía cargar", recordó. Pero otras tenían que hacerlo después de trabajar en el empaquetado. "A algunas las sacaban voluntarias y a otras las obligaban tras la jornada", explicó Vega.

Como un instituto

Como bien remarcó Mendoza, muchas pasaron su adolescencia dentro de los almacenes de empaquetado, trabajando como adultas, pero en el fondo seguían siendo niñas. Así lo recuerda Conchi Pérez, de 71 años y quien trabajó en la zafra desde los quince hasta los veintiún años. "Se trabajaba muchísimo", explicó Pérez, quien se consideró una de las rebeldes del grupo. "No sabría decirte con exactitud cuántas mujeres trabajábamos en el almacén", dijo, "pero éramos muchas y pasábamos los días juntas", añadió.

Pérez también recuerda con nostalgia aquellos años. "Pese a que no fuimos al instituto hacíamos nuestras perrerías", comentó la que se consideraba una de "las graciosas" del almacén. "Qué quieres mi niño, si es que todas éramos unas chiquillas", añadió Pérez, quien recordó algunas de las bromas que propiciaba a sus compañeras durante las largas jornadas de trabajo en el almacén de La Ciel.

El objetivo, según comenta Pérez, era hacer reír a las compañeras sin que el supervisor te pillara. "A mí no me pillaban porque siempre gastaba las bromas haciendo ver que trabajaba", comentó. Desde tirarse tomates unas a otras, a esconderse para echar una siesta.

"Hubo una vez que una se quedó dormida de lo cansada que estaba debajo de la pila de sobras y acabó enterrada hasta que la sacamos", rememoró entre risas Pérez, quien asegura que de no ser por esos momentos las jornadas no se podrían haber hecho llevaderas. "Por el sueldo mísero que trabajábamos había que hacer perrerías", declaró Pérez, que asegura que han sido el motor de su vida. "Siempre me han gustado las bromas", desveló. "Era como estar en el colegio, mientras no te pillaran los supervisores todo valía", declaró Pérez, quien le gustaba bromear con las almohadillas de virutas.

Una de las claves para perdurar en el almacén de empaquetado era que los supervisores, siempre hombres, no te pillaran faltando al trabajo o levantando la mirada cuando seleccionaban. "Casi pierdo mi puesto por faltar una mañana a la peluquería", aseguró Vega. Por su parte, Pérez también recuerda el miedo que trasmitían estos. "Una vez casi me pillan una, cuando estaba con las virutas y casi me meo encima del miedo", aseguró. Mendoza, que plasma aquellos años en poesía, escribió: "todas esas vivencias, se nos quedaron atrás, y ya nunca volverán, hemos hecho un camino largo, que en ocasiones nos ha parecido un bello jardín de rosas, que luego se han convertido en espinas dolorosas, que con tesón superamos porque seguimos adelante, y de nada nos quejamos porque la vida es bonita".

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