La Provincia - Diario de Las Palmas

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Las cicatrices del fuego

El paisaje de la Isla quedó malherido y, entre el dolor y la gratitud, los vecinos reclaman que se haga lo necesario para evitar los incendios

Artenara, el segundo día del incendio. ANDRÉS CRUZ.

Desde su casa, en un camino apartado de Órzola, no se distingue entre las brumas del mar la silueta redonda de Gran Canaria, ni siquiera en los días más claros, pero eso no importa. A Vicenta Betancort no le gusta demasiado ver la televisión, y prefiere poner la radio. Estos días no ha dejado de escuchar las noticias sobre el incendio que ha sacudido las cumbres de Gran Canaria. Siente pena, mucha pena. Ella dice que debe ser muy triste tener que salir corriendo de su casa para que no te coja el fuego, y dejar atrás todo lo que uno quiere: los recuerdos que se acomodan en cualquier esquina, las fotos de los nietos, la lámpara que le regalaron en su boda, hasta la baraja "y si se tiene animales, eso debe ser terrible". Vicenta se pone en la piel de todos los que han tenido que salir corriendo, y entonces se estremece, no puede verse en esa situación, no quiere imaginar ese dolor.

Desde el resto de las islas, el fuego que ha dejado desolados a los grancanarios se vive como propio, se siente esa sensación amarga, difícil de digerir, y también la rabia de ver como las llamas han seguido quemando el paisaje, la Cumbre, patrimonio de la humanidad, y en esa mezcla de sentimientos, los canarios de todo el Archipiélago lamentan esas escenas dantescas, y las cicatrices abiertas que ha dejado el fuego sobre este territorio sin consuelo.

Después de pasar varios días sin dormir, Ángel Marrero de Tejeda, sigue dándole vueltas a la cabeza a los sinsabores vividos. A las noches que se hicieron interminables y sobre todo a aquella madrugada, cuando todos los vecinos tuvieron que salir de sus casas con lo puesto. Llorando, desvalidos, con la incertidumbre de no saber qué iba a ocurrir y esa pena de dejar a tras un pedazo de cada uno de ellos.

Ángel Marrero pertenece a una familia con mucha historia en el pueblo. Su padre es el propietario de varios restaurantes, casas rurales y dulcerías, pero en esos días de angustia asegura que perder "esas propiedades era lo de menos, eso al final, más tarde o temprano, lo recuperas, pero que se perdiera el pueblo. El lugar en el que nació mi abuelo, te aseguró que para mí, con el fuego se estaba perdiendo una parte de mí".

Marrero cuenta lo sucedido como quien narra una película. Fotograma a fotograma, por su cabeza vuelve a pasar todo el drama. Las noches en vela, mirando a la cumbre y temiendo que las llamas llegaran hasta el barranco de Tejeda, entonces aquello podría haberse transformado en el desastre total, en una especie de tormenta perfecta en la que el fuego circularía como un meteoro llegando a la Aldea.

Afortunadamente eso no ocurrió. Y las familias, cabizbajas, tristes, y en el fondo sintiendo un alivio inesperado, han podido volver al pueblo. Enfrentarse al paisaje herido, con las laderas cubiertas de ceniza, los árboles quemados. Lo que hace unas semanas fue un paraje maravilloso, ahora aparece de un color negro, parduzco. Aun así, y a pesar de todo, Ángel Marrero está feliz, porque al final no pasó lo que podría haber pasado. Y después de dormir muchas horas, viendo de lejos aquella pesadilla, también pide a las administraciones, a los vecinos que esta vez, por fin, se decidan, "y me incluyo, tenemos que hacer en invierno lo necesario, para que el fuego no ataque en verano".

La familia Marrero es una enamorada de Tejeda, eso se percibe en la manera en la que hablan del dolor que sintieron, de la pérdida emocional, y de su apuesta por seguir haciendo más grande el lugar en el que han nacido los suyos. Tal vez por eso, Ángel insiste en que entre todos habría que hacer más para evitar que los pueblos de la Cumbre se queden vacíos, y también estudiar fórmulas para que el monte protegido pueda enfrentar mejor un nuevo ataque como éste.

Desde su casa en Tejeda, Ángel Marrero, como el resto de vecinos, siguen mirando el entorno, deteniéndose en las heridas abiertas que han dejado las llamas en unos días de furia y de espanto.

Desde la Laguna

Francisco Almeida nació en la Isleta, pero como otros muchos chicos de su generación, después de terminar los estudios en La Laguna, optó por quedarse en la ciudad del Adelantado. Desde hace años como profesor en esta universidad. Y desde esa distancia ha seguido el incendio de Gran Canaria con preocupación, "porque le pones cara, conoces a gente que vive en las zonas afectadas, a ganaderos, agricultores de Tejeda, de Artenara. No sólo se quema el territorio, las fincas, los animales, también se quema una parte de tu vida, y eso es muy doloroso".

Almeida, al igual que Ángel Marrero, considera que una vez que se ha controlado este incendio hay que pensar en cómo evitar que se repita. También entiende que es importante dotar a estos núcleos de facilidades para que los jóvenes apuesten por quedarse en unos pueblos tan importantes y necesarios para todos.

Como está ocurriendo con el fenómeno de la España vaciada, en muchos municipios de la Cumbre se está repitiendo estas circunstancias, apunta el profesor Almeida, "es necesario que jóvenes emprendedores, como la familia de Marrero, apuesten por quedarse y no permitir que estos núcleos queden desprotegidos".

Francisco Almeida considera que sólo en espacios con mucha vida se puede luchar de forma más activa para evitar estos desastres, pero para lograr que la gente se quede, también insiste en que "hay que mejorar las condiciones de habitabilidad, en un mundo de nuevas tecnologías no se puede dejar al margen estas poblaciones".

Juncalillo

Y una vez más, después de sufrir lo que no está escrito, los vecinos más afectados por este incendio han vuelto a demostrar esa forma especial que tienen los canarios de enfrentarse al drama. En la zona de Juncalillo también tuvieron que salir con lo puesto. Las llamas parecían tan cerca, el humo se convirtió en una masa densa que hacía presagiar lo peor, y la Guardia Civil decidió ordenar a los vecinos que salieran de sus casas.

Días después de esta desbandada, con niños chicos llorando, abuelos apesadumbrados y padres nerviosos, que no sabían qué meter en el coche, los vecinos volvieron a sus viviendas. Uno de ellos fue María Luisa Martínez. Dice que se puso tan mal, "que del susto se me desconchó la barriga. Ni siquiera me acordé de coger el bolso, me fui sin la cartera y sin el carné. Y sin parar de llorar".

Su hermano que también tiene una vivienda cerca se puso tan loco que decidió meter en el coche a las dos cabritas que tiene, "y eso fue lo único que se llevó".

El regreso a casa fue de esos momentos que no se olvidan, "todo estaba lleno de ceniza, y a unos vecinos de arriba se le quemaron los árboles frutales. Yo dejé una ventana un poco abierta y me entró mucha basura por ahí, tenía los colchones negros. Un drama, la verdad es que no sabías qué hacer, si ponerme a limpiar o seguir llorando".

María Luisa, antes de que el fuego lo cubriera todo, tenía pensado celebrar el cumpleaños de dos de sus nietos: Sandro, que cumplió 20 años y el del pequeño Dani que celebraba 11. La nevera estaba llena de comida, de carne, de fiambres y de una tarta gigante, hecha de helado de chocolate.

El incendio no sólo había carbonizado los limoneros, y los perales también habían dejado a la zona sin agua y sin luz. La mayor parte de los alimentos de la nevera ya no servían. Sólo podía salvarse la tarta gigante, pero había que comerla ya. Y entonces, allí, en medio de la ceniza que lo inundaba todo, de las caras de pena y hasta de las lágrimas que seguían derramando los más desolados, María Luisa y sus hijos decidieron hacer algo inesperado: sacaron la tarta de helado de chocolate al patio, la partieron en trozos pequeños y empezaron a invitar al resto de vecinos, que entre el asombro y la risa pudieron olvidar por unos momentos aquella realidad parduzca, envuelta aún en la nebulosa de aquel humo infame, y todos juntos, celebraron de aquella forma el cumpleaños de los nietos de María Luisa.

Después como los demás, María Luisa Martínez de Juncalillo siguió limpiando el huerto, las ventanas, los colchones y de vez en cuando se le escapaba alguna sonrisa por la ocurrencia de disfrutar de una tarta en medio de aquella lluvia de ceniza.

Días después de este desastre, en Valleseco, en el pueblo de Lanzarote, Josefa sigue saliendo a la puerta de su casa y lo primero que hace es mirar al cielo, "está azulito", dice. Y vuelve a sus quehaceres. El miedo a que las llamas llegaran hasta allí la lleva a mantener este ejercicio cotidiano, comprobar que en este lado apacible y sereno, cercano a la Cumbre, siguen a salvo.

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