Alexis Ravelo, un maestro de vitalidad contagiosa

El novelista compaginó la escritura con la enseñanza del oficio durante más de una década en la academia Unibelia, de donde salieron autoras como Carmen Nieto

Alexis Ravelo, de cuclillas, con los alumnos de su última promoción en sus talleres de escritura.

Alexis Ravelo, de cuclillas, con los alumnos de su última promoción en sus talleres de escritura. / LP / DLP

A veces te pones a currar desde pibe para convertirte en novelista y lo consigues. Pasa poco, pero lo consigues. Y estás ahí, en pleno éxito, feliz por la acogida de tus historias, y va la vida y te mata de un infarto. Le ocurrió este lunes a Alexis Ravelo, con 51 años, un escritor que puso a Las Palmas de Gran Canaria en el panorama literario nacional, siempre con esos personajes salidos de aquí al lado que meten sus narices en las miserias de los poderosos.

Porque Ravelo sirvió miles y miles de rones en el Cuasquías antes de poder vivir de la literatura y, cuando lo consiguió, no se fue a una escuela de renombre a enseñar el oficio de escribir, sino que siguió fiel a Unibelia. Allí, en una humilde academia situada entre Escaleritas y La Feria, impartía sus talleres. «Perdemos una gran persona, estoy conmocionada. Era el motor de todos nosotros», asegura Sara Godoy, de 83 años, su alumna más veterana.

Unibelia abrió en 2007, como academia de refuerzo para las clases escolares en la capital grancanaria, y Ravelo comenzó a dar sus talleres en 2011, explican sus fundadores, Rita Reyes y Esteban Moya. «Nosotros proponíamos y él creaba. Fue fantástico, un proyecto muy lindo», añade Moya.

Empezaron con pocos alumnos y solo un mes de curso, pero pronto comenzaron a crecer con monográficos de escritura creativa, elaboración de cuentos o de poesía, con la participación también de Pedro Flores.

Laboratorio

A esos primeros cursos se apuntó Godoy, que conoció al novelista en la Biblioteca del Estado, donde Ravelo daba otro taller. «Nos decía que la literatura era como un laboratorio, que había que probar y hacer las cosas paso a paso», recuerda la alumna más incondicional del escritor. De ese grupo pionero, que sigue unido, salió la escritora de novela negra Carmen Nieto, cuya última obra, 9 corto, prologa el propio Ravelo.

Y es que el «maestro» disparaba a dar en sus clases. Criticaba sin reservas lo que estaba mal redactado, pero siempre con respeto y sentido del humor, hasta encontrar la parte positiva que late en todo error. Su batalla por los puntos, las comas y los guiones bien puestos era titánica, casi tanto como la importancia de la estructura para la historia, sus personajes, la ubicación en el tiempo y el espacio, los diálogos, el estilo o la persona elegida para narrar la trama. Ahí, insistía, y mucho, sabedor de que nada se puede dejar al azar, porque en el cuento y la novela todo tiene que funcionar como un sólido artificio literario.

Orador colosal

Elena Navarro, otra sus alumnas, recuerda que siempre decía aquello de «no creo en las musas, sino en las mesas», pues la escritura era para Ravelo un oficio que requería tiempo, constancia y buenas lecturas. Por eso te mandaba que leyeras a Herman Melville, Albert Camus o Margarite Yourcenar. Eso en casa, porque en clase era conmovedor oírlo destripar los cuentos de Juan Rulfo, con ese acento isleño y esa voz grave y tierna que acapara las atenciones desde las primeras palabras.

Entre lectura y lectura, siempre emergían sus orígenes humildes, consciente de que venía de Escaleritas y de que sirvió copas en Cuasquías, aquella sala mítica tan ligada a la historia canalla de la ciudad, otro de sus temas fetiches, con los que iba tejiendo el anecdotario de sus vivencias y enseñanzas. Las pequeñas historias que ocurrían en el barrio eran sus preferidas, porque las conocía al dedillo y sabía que podían funcionar en cualquier parte del mundo. Siempre de lo local a lo universal.

Navarro también rememora su carácter riguroso y exigente cuando corregía los textos. «Nunca» se dejaba atrás la tarea y ejercía la crítica de forma «muy delicada a la vez que desenfadada», y siempre, «fuera como fuese la calidad del texto», buscaba «algo positivo» para motivar al personal.

El mejor maestro de ceremonias

A Ravelo le gustaba la gente y se le daba bien relacionarse en las clases, porque manejaba los tiempos y sus intervenciones como el «mejor maestro de ceremonias», tanto si tenía que «animarte» a desentrañar el secreto de toda obra, como si debía interrumpir la sesión para hacer cualquier aclaración. Porque manejaba todas las anécdotas sobre escritores y todas las lecturas, pero jamás «se enfrascaba en sesudos monólogos literarios», sino que procuraba usar referencias al alcance de todos. 

Esa bondad y esa sencillez de carácter eran, quizá, el reflejo de su mejor literatura, con personajes seminales en su obras y tan populares en los bajos fondos como el gran Eladio Monroy

En sus clases, sin embargo, no presumía de su talento, ni mucho menos de sus premios literarios, con ese Café de Gijón que ganó con Los nombres prestados, su última novela, que publicó en 2021 y con la que abandonó el confort de su admirada novela negra para adentrarse en la exploración psicológica de la identidad, el perdón y la redención.

Último curso

Ravelo dio su último taller en Unibelia el pasado mes de julio. Felipe Fernández, alumno y amigo, destaca su «vitalidad tan contagiosa» y su «personalidad tan artística». Recuerda la pasión que ponía en cada sesión, como si fuese «las primeras que impartía», una fuerza que le venía de su «profesionalidad» y del «cariño» que profesaba a la literatura. La «vehemencia» de esas enseñanzas denota «cuánto le importaba que de sus talleres surgieran proyectos de escritores», agrega.

Esa «vasta cultura» y su «talante dicharachero» se quedaban «chicos ante el colosal orador que era», porque «leía nuestros humildes textos y los transformaba en literatura», afirma Fernández. Eso lo conseguía gracias a su voz grave, matizada con la dulzura del acento canario. Una experiencia que se volvía «hipnótica» cuando leía fragmentos de autores consagrados, como el célebre ¿No oyes ladrar a los perros?, de Juan Rulfo, un pulso moral entre padre e hijo que se mete en la sangre con cada lamento.

Otro compañero, Fran Pérez, lo describe en un ejercicio de clase «como una figura risueña de masa amplia, que se encarga de recordar que nada allí es paja, y que se mueve como una bola de billar que rebota contra las dos bandas paralelas del tapete verde, soltando entre bote y bote algún chascarrillo o carcajada». Una carcajada que aún resuena en sus clases.

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