La Provincia - Diario de Las Palmas

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El COVID-19 y la mente humana

Día 30 de marzo de 2020. Los datos facilitados por el Ministerio de Sanidad a las 13.00 horas nos dicen que hay un total de 85.195 de casos de coronavirus, con 7.340 muertos. Se habla de casos, todos iguales; no de personas con perfiles psicológicos y mentes absolutamente distintas. Las UCI están sobresaturadas, médicos y enfermeras, y, en general, todo el personal sanitario, se encuentran atrapados por un burnout de ferocidad diabólica desconocida. La situación producida por la pandemia viral del COVID-19 en nuestro planeta es como una inmensa bomba atómica que pone a nuestro cerebro y a nuestra mente en situación de alarma prolongada, generando una intensa fuente de ansiedad/angustia incompatible con la salud. Y todo ello aumentado por el tsunami económico y social que se avecina: calles vacías, negocios cerrados, colas en los supermercados, silencios angustiosos, crisis global, calvario por doquier, recesión económica, millones de familias arruinadas, pérdida de empleo, regulaciones temporales, etcétera. Un inmenso caldo de cultivo que dispara la ansiedad hasta límites insospechados y que irá aumentando, especialmente en espacios reducidos y en personalidades neuróticas, con bajo autocontrol emocional. La gente dice: lo que más anhelo es salir a pasear, sentirme libre, poder respirar sin límites, sentarme al sol, abrazar a mis seres queridos (abuelos, padres, amigos, compañeros?). ¡Cuánto lo añoro! Eras feliz y, sin embargo, no lo sabías y no lo disfrutabas.

'Shock' emocional

Sin duda, el COVID 19, el confinamiento, el hacinamiento, las restricciones sociales y de la movilidad, constituyen potentes agentes de estrés en sus diferentes formas y conceptualizaciones. Para muchos individuos, esta situación catastrófica implica un estrés insoportable, un estado indeseable de preocupación, angustia, temor, irritabilidad, tristeza y dificultad para manejar adecuadamente las situaciones de confinamiento que causan frustración insoportable. Muchas personas reaccionan con enojo, ansiedad y frustración. Reacciones que se han visto en otros momentos de la historia. Lucrecio, en De rerum natura, en el siglo I antes de Cristo, describe el miedo y el pánico de los ciudadanos de Atenas con motivo de una epidemia de peste.

La comunicación e interacción social han disminuido drásticamente, incluso con los seres queridos, y la falta de apoyo social se traduce en una fuente potencial de estrés. Y surge la soledad por doquier, especialmente en el colectivo de mayores. Y nada nos hace más vulnerables que la soledad. Ahí, encerrados en sus casas o en sus habitaciones, el miedo sustituye a la libertad. ¿Cuántos gritos de silencio? ¿Cuántos gritos de ayuda? ¿Cuánto desamparo? ¿Cuántas miradas perdidas? ¿Cuántas despedidas quebradas? El confinamiento supone que el cerebro entra en un estado de alerta; los ritmos biológicos cambian, la actividad física e intelectual también. ¡Teníamos tantas preocupaciones absurdas! Escuchamos con frecuencia, ¡éramos tan felices y no éramos conscientes! ¡Nos ahogábamos en banalidades, en un vaso de agua! Con las nuevas tecnologías, la información y los bulos corren como la pólvora, con lo cual los estímulos cognitivos están continuamente presentes desde que nos levantamos: nuevos muertos, nuevos infectados, medidas económicas, los ERTE, desempleo, hospitales saturados, cuarentenas, contagios sin cesar. En fin, la pandemia se infiltra también en nuestra mente y activa un shock emocional asociado al miedo sideral del COVID-19. Y un inmenso tsunami de preocupación, ansiedad y angustia nos arrastra por constantes obsesiones: regulaciones de empleo, el fantasma del paro, el drama del cierre de miles de pequeños negocios, riesgos de contacto, intoxicación informativa de la televisión (la información constante de muertes, infectados y tantas desgracias activa mecanismos depresivos en muchas personas), radio y medios de comunicación, incomunicación de los padres con los hijos y abuelos, despidos, niños en casa, restricciones de movilidad, limitación de servicios, playas cerradas, transportes cancelados, contagios, bulos, casos sospechosos, desalojos, dudas, contradicciones e incertidumbres en torno a la dinámica del coronavirus.

En fin, un esfuerzo hercúleo de adaptación que puede generar fobias, reacciones de conversión, estados mentales disociativos, obsesivos y compulsivos. Una fuente de ansiedad negativa que cristaliza en sentimientos de malestar, preocupación, hipervigilancia, tensión, temor, inseguridad, sensación de pérdida de control y percepción de fuertes cambios fisiológicos. Miedo, miedo y más miedo que convierte los sueños en terror nocturno. El miedo a la muerte se ha instalado en nuestra mente, pero también el miedo al hambre y a la miseria. El confinamiento es un manantial incesante de angustia; hay mucho tiempo por delante; la rutina se va imponiendo subrepticiamente; hemos entrado en un túnel de oscuridad muy densa, en hora torva, y aún no vemos un rayo de luz, pero sí muchos rayos de esperanza.

¿Qué podemos hacer?

Ahora, cualquier cosa anodina se convierte en salvavidas: observar una paloma en la ventana de tu casa, el vuelo de una gaviota o el canto maravilloso de un petirrojo nos embelesa y nos tranquiliza y nos dice también que sigue habiendo vida, actúan como auténticos relajantes. Ahora, descubrimos el valor inmenso de la comunicación: "¿Cómo estás? ¿Cómo te encuentras?". Antes no teníamos tiempo y ahora disponemos del tiempo, pero no sabemos qué hacer con él y tenemos que utilizarlo de forma saludable. Hay que ser muy optimistas, renovar nuestras ilusiones, proyectos y esfuerzos. Carmen me recuerda: "Me medico con dosis de ilusión". En fin, potenciar la confianza y esperanza, ya que, como dijo el gran poeta André Malraux, "el fin de la esperanza es el inicio de la muerte". Es el momento, más que nunca, de vivir cada instante plenamente; una estrategia eficaz para tratar de contrarrestar la ansiedad. Seguramente, después de esta pandemia, resurgirá lo mejor del ser humano, los valores que no debieron perderse o minusvalorarse: la amistad, la familia, el amor, la comunicación, la verdad, la sinceridad, la prudencia, la sencillez, la paciencia, la contemplación y la humildad. Antes, el reloj nos gobernaba como un tirano, cada vez corríamos más y, sin embargo, teníamos poco tiempo. Ahora, más que controlar el tiempo, deberíamos aprender a disfrutar de él. No es periodo de desesperanza o de resignación. En cada hogar, en cada familia, hay un sinfín de problemas que rugen y que no sabemos afrontar: discusiones, miedos, necesidades, ruidos, aburrimiento, cansancio, televisión y más televisión? Y surge la consabida frase: "¡Ya no puedo más!". Bueno, pues inmediatamente hay que reaccionar con todas nuestras fuerzas: "¡Claro que puedo!". No hay mejor fármaco para prevenir el aturdimiento que estamos sufriendo que un chute de vida (¡actitud positiva!). Es el momento de practicar y encontrar la generosidad con nuestros seres queridos, amigos y vecinos que tanto necesitan; es el momento de vencer el egoísmo. Cuidando a los demás es como se da el máximo sentido a cada segundo de nuestra existencia. Tenemos que tratar de convertirnos en personas resilientes, tan flexibles como los juncos que resisten la fuerza de un huracán. Practiquemos el arte de saborear la vida, de apreciar cada pequeño detalle, buscando la magia y la felicidad de las cosas sencillas para encender, así, el combustible de la esperanza que precisamos; para ganar al coronavirus. Y recuerda ahora, más que nunca, el principio de Buda: "Si cuidas de ti mismo, cuidas de los demás".

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