Hay quien sueña con príncipes y princesas, con escalar el Everest, con atardeceres memorables al borde de acantilados. En Lanzarote existe un sueño colectivo, enfermizo, que se transmite de padres a hijos, como un embrujo contagioso, y es que en esta isla todos sueñan con pasar el largo verano al abrigo de la Caleta de Famara.

Desde la carretera, el macizo de Famara impresiona. Resulta enorme, como un gigante acogedor, y a sus pies una playa de arena fina y limpia. Decía César Manrique que la silueta del Risco se refleja en el agua como en un espejo, y esta imagen “de una belleza extraordinaria, la llevo grabada en el alma”. Y al fondo de este camino serpenteado de arena de jable se llega al pequeño pueblo de La Caleta, un peculiar enclave de pescadores y visitantes ilustres, que a pesar del tiempo y sus avances, hasta mediados de los 70 no tuvieron agua ni luz, mantiene la mayor parte de sus calles como siempre, sin asfaltar, sólo cubiertas con arena blanca de la playa.

 

A principios del siglo XX, cinco familias procedentes de Soo y Teguise: los Tavío, Morales, Batista, Padrón y Machín decidieron instalarse definitivamente en la Caleta tratando de huir de la pobreza extrema que padecían en el campo. Esta parte de la costa norte de Lanzarote, a un tiro de piedra de La Graciosa, posee una inmensa riqueza pesquera, y estos primeros inquilinos probaron fortuna en un intento de mejorar sus vidas. Demetrio Marcial Tavío, que ahora tiene 80 años, es nieto de aquellos primeros fundadores del pueblo. Por eso conoce como pocos su historia, sus pesares, y sus alegrías. Entonces salir a pescar resultaba tan fácil como echar la caña en el muelle, y ahí se cogían meros, y más allá sobre las piedras, las lapas eran tan grandes que en media hora tenías medio cubo lleno.

 

Poco a poco, cada vez son más las familias que se atreven a instalarse en este pequeño pueblo de Teguise, entre Famara y San Juan. Debajo del Risco se localizan hasta 60 pozos de agua, de los que se bebe, aunque no es un agua de gran calidad, y sobre todo se utiliza para limpiar la ropa. Durante esos años, cuenta el historiador Francisco Hernández, era habitual que “mujeres de Soo vinieran cargadas con la ropa de sus señores, que previamente habían tenido que ir a buscar a la Villa y Arrecife, y se ponían a lavarlas en una poceta que había cerca de donde hoy están los bungalós de los noruegos, después volvían a su pueblo a secarlas y regresaban a hacer el reparto por las casonas de sus patrones”. El camino lo hacían a pie, y las más afortunadas solían llevar burros con los que aliviar la carga que llevaban de un lugar a otro, atravesando zona de jables y piedras.

La belleza natural de la Caleta de Famara empezó a extenderse entre las familias más adineradas de la isla. Además, según aparece recogido en algunos documentos que se guardan en la Biblioteca de Teguise los médicos de la época recomendaban a las personas enfermas que acudieran a bañarse a Famara, “dónde recibirán el mejor baño de yodo para sus huesos”. Un secretario del Ayuntamiento de Teguise no dejaba de proclamar el excelente clima de la zona, destacando sobre todo el poder sanador que se respira debajo del Risco, con esa bocanada extra de oxígeno. Y junto a los pescadores y lavanderas, la Caleta comienza a recibir la visita de personajes importantes de la isla. Sobre todo acuden al pueblo en verano, quedan tan encantados, que al final la mayoría decide construirse una casa para pasar allí largas temporadas. Leonor Martín, la mujer de Demetrio Marcial Tavío, también lleva la mayor parte de su vida en Famara.

 

Ella se ha encargado de hacer la limpieza de varias viviendas de familias adineradas, de los Manrique, Matallana. “Buenas gente”, dice, “siempre se han portado muy bien conmigo y con mi marido, con él iban mucho a pescar a Montaña Amarilla y después se quedaban allí un par de días”.

 

Ella se acuerda de los días difíciles en los que no había luz, ni agua y tenían que hacer la comida con teniques, y toda la casa se llenaba de humo negro de la leña. Después llegaron los noruegos, la empresa constructora que realizó la primera edificación turística que permanece debajo del Risco, y medio pueblo trabajó construyendo esos famosos bungalós. Antes sólo se quedaban en estos apartamentos extranjeros que deseaban pasar unos días cerca de Famara, escuchando el ruido del mar y del viento. Desde hace algunos años, los bungalós han pasado a convertirse en la residencia habitual de muchos conejeros.

 

A pesar de los intentos por urbanizar el pueblo y sus alrededores, sobre todo por parte del empresario francés que en la década de los setenta compró, a peseta el metro cuadrado, una gran parte de los terrenos de la Caleta, este enclave marinero permanece más o menos como siempre. Seguramente, si alguien pretendiera lo contrario, los lanzaroteños saldrían en manifestación solemne, para ellos Famara es su joya, y estos tesoros sólo se miran y mucho mejor si no se tocan. El investigador y editor Mario Ferrer también sufre esa extraña enfermedad contagiosa. Mario adora la Caleta. Cada vez que habla, o escribe sobre este lugar y sus vecinos se nota que lo hace desde el corazón, con esa emoción que nace de lo vivido.

 

De los días felices de chinijo cuando el tiempo era un trasiego continuo, entre el ir y venir de la playa, a los juegos en la calle hasta que se hacía de noche, y el temor infantil de verse obligado por su madre a tener que comerse el pescado que había cogido en el muelle, hasta que al final, las manos amables de Juana Manrique, lo salvaban de este calvario. La hermana de César siempre aceptó todos los pejes verdes que Mario Ferrer logró meter dentro de su cubo, y que él gustosamente regalaba. A Leonor también le encanta el mar, pero sólo desde lejos. Le gusta sentarse por la tarde, en uno de los muros que rodean la avenida y ver pasar a la gente, y saludar. “Bañarme no me gusta, eso lo dejo para mis hijos y mis nietos, que si los dejan estarían todo el día en el agua”.

 

Ese es otro de los encantos intangibles de la Caleta, la posibilidad de disfrutar de una tarde tranquila, sentados mirando al mar, y al Risco, hablando de esto y de esa chica que este año se ha llevado el primer premio en el concurso de postres. Cada verano, la Caleta de Famara se transforma en ese lugar especial con el que sueñan los lanzaroteños. Nadie quiere perder la ocasión de disfrutar de este paisaje, de la sombra que proyecta el Risco, de la playa al atardecer y de las conversaciones entretenidas mientras las primeras nubes aconsejan que hay que regresar a casa. La maresía llega como una bruma escurridiza que termina por colarse entre las ventanas que dan al mar de este pequeño pueblo.