Pasadilla, Ingenio. Doce del mediodía. En el pago viven fijo una veintena de familias con un censo acrecentado los fines de semana, cuando hijos, sobrinos y nietos llegan al casi cumbrero La Pasadilla a disfrutar de lo que parece, más que un pueblo, un patio de recreo. Existe una cueva detrás de donde la tienda de don Tomás, por la calle de La Quesera y al lado de unas cabras, a las que falta por venir un ornitólogo del National Geographic.

Entran por ella con palos de hacer nidos o con gusanos en el pico a velocidad luz. Pasan zumbando aunque haya personas molestando e incluso a pesar de que una machorra floja de patas que parece borracha se ponga a husmear en lo oscuro. Un fenómeno La Pasadilla en bichos de viento en el que se dan cita los palmeros, los canarios de monte, los pintos, los mixtos, los linaceros, la alfarrita, la chilina, los mirlos, los trigueros y otros individuos de volar.

Como la paloma bravía, que aún hay quien la caza al parapeto, caso de Florencio Artiles, que se está echando unos piscos en lo de don Tomás "para despejar el coco". Florencio, cuando llega la otoñada, se escuda en un camuflaje delantero armado de escopeta, pega unos tiros al vuelo y luego convierte la paloma en carne en salsa con papas, en asado de paloma o en un caldo de ave para paellas. Dice que esto es comida de Reyes, medicina para enfermos. Habrán Cuatro en Ingenio de sigan con este trajín al parapeto que Artiles heredó directamente "de mis ancestros".

Don Tomás escucha la novelería detrás de su vieja pesa Dina. Tiene un bigote fino que mantiene entre labio y nariz "desde que soy hombre". Es, junto con la espesa mata de pelo blanco, su distintivo principal: "Al gallo se le conoce por la cresta". Tomás también es un ancestro de sí y en sí mismo. Nació el 20 de diciembre del 27, meses después del primer vuelo trasatlántico entre América y Europa, por poner un ejemplo y ahora se ven los aviones a cientos desde el otero que es La Pasadilla aterrizando y despegando en la parte seca de la bahía de Gando.

Tomás habla con idéntica velocidad -lenta pero estable-, a la que iba el primer avión y oírlo en su lucidez facilita imaginar a La Pasadilla siglo atrás, granero de cereales en miles de pequeñas cadenas de tierra frenadas por muros que aún quedan derruidos. Cultivar todo lo que va del sitio hasta Ingenio, por abajo, y a partir de ahí hasta la cumbre de Cazadores, que está a tiro de escopeta, era "un trabajo de titanes". La figura de Tomás, comerciante desde el 59, se erigía entre los caminos de lo sembrado sobre un burro con el que recorría desde las nueve de la mañana el cercano El Vijete -que hace poco estrenó luz-, y Hoya La Perra para bajar por Guayadeque y salir por Cueva Bermeja. Se pegaba un día entero para cargar en zurrones de piel de baifo el queso, la almendra, las gallinas, pollos y huevos que luego ofertaba a la clientela.

La familia quedaba en vilo cuando caía la noche de invierno, fría como el demonio en La Pasadilla, "y sólo cuando veíamos a lo lejos la lumbre del cigarro bailando en el burro quedábamos tranquilos", sentencia Susa López Guedes, enorme de grande, hija de Tomás y que fue la que bajó al padre de las bestias cuando "me puse a conducir un camión Avia".

Ahora la tienda de La Pasadilla, antiguo despacho de sardinas saladas en ceretos, pejines, dátiles, tabaco en polvorilla, aceite, vinagre, sementeras de trigo y de forraje de animales, papa en semilla, botas de faenar, calderos y porrones cumple "51 años el 29 de mayo" sin libreta de fiados, "sólo de algún buen cliente que paga religiosamente los sábados".

Fuera sigue el revuelo de la fauna volandera, ajena al queso del hombre, un queso casi ácido de las cabras del lugar y bizcocho de horno panadero. No es de perderse tamaña golosina, antes de que marche don Tomás.