La Provincia - Diario de Las Palmas

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El espíritu de las leyes

El derecho a vomitar

Vivimos en una sociedad abierta, entendiendo por tal aquella en que ninguna verdad particular goza del estatus de verdad oficial. Esto exige una convivencia de todas las verdades y el respeto de cuantas no se opongan frontalmente a los derechos fundamentales de todos y cada uno de los seres humanos. A la luz de la experiencia histórica parece evidente que el respeto sin libertad resulta imposible. Pero no menos evidente es que la libertad sin respeto deviene intimidación, violencia moral, humillación. Nuestra Constitución ha encontrado en su artículo 10 una bella fórmula expresiva de la necesaria armonía entre libertad y respeto: "La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social".

Así, pues, no existe ninguna libertad absoluta, ya que todas se encuentran limitadas por las libertades ajenas y por el bien común. Por ejemplo, el derecho de huelga no comprende la creación de piquetes coactivos y la interrupción de las comunicaciones; la libertad de expresión no hace lícitas la injuria y la calumnia; la libertad de información no permite difundir la vida privada si carece de interés público, etc. Todo esto debiera resultar ya bien sabido y es lo que enseñamos en profundidad en las facultades de Derecho. Ahora bien, los crímenes cometidos recientemente por dos yihadistas en la redacción del semanario parisino Charlie Hebdo han vuelto a poner de relieve la dificultad de perfilar las fronteras de esas libertades, especialmente en una sociedad que es ya claramente multicultural. La República Francesa, tan racional y laicista, asiste asombrada a un conflicto que hace una generación no hubiera alcanzado semejante virulencia: el que opone a unos antirreligiosos y cáusticos viñetistas y los creyentes de diversas confesiones, especialmente los musulmanes.

Sin embargo, ¿es este un conflicto por la preservación de una sociedad democrática y abierta? A mi juicio, no. En el asunto Charlie no es la libertad de expresión aquello que se encuentra en peligro, sino el monopolio de la violencia por el Estado, puesto en cuestión por abominables actos de venganza privada. El humor grueso, zafio y prepotente de Charlie no hace más libres a los franceses. Bajo la bandera de la libertad de expresión se esconde el pretendido derecho irrestricto a vomitar bilis sobre las creencias de los otros. Ciertamente, quienes se sientan ofendidos deben acudir a los tribunales de justicia, no usar el Kaláshnikov. Por eso digo que no se trata de un problema de libertad de expresión, la cual sólo se vería afectada si el Estado tratara de imponer la censura previa.

Salvo los filisteos más adocenados, todos perseguimos con mayor o menor intensidad hallar el significado de la existencia humana. Abordar esa búsqueda mediante la religión no merece ser escarnecido. Emprenderla a través de una religión inmanente como el ateísmo o cualquier otra forma de pensamiento ideológico tampoco debe ser vituperado. Nuestro Código Penal castiga la provocación a la discriminación, al odio o a la violencia contra grupos o asociaciones por motivos "referentes a la ideología, religión o creencias" (art. 510.1). También sanciona a "los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican". Y añade que "en las mismas penas incurrirán los que hagan públicamente escarnio, de palabra o por escrito, de quienes no profesan religión o creencia alguna" (art. 525). ¿Sorprenden estas previsiones punitivas? Sólo a quienes confunden la libertad de expresión con la vomitona soez contra lo más íntimo de las conciencias ajenas. Humillar a los demás por sus creencias no es defender la libertad, sino ejercer el matonismo.

Curiosamente, el ataque vejatorio a las creencias religiosas constituye también un ataque al relativismo, base del pluralismo propio de una sociedad democrática; ataque que se produce desde las alturas olímpicas de un dogma pretendidamente desmitificador, pero en realidad supremacista e intimidatorio, completamente opuesto a las virtudes republicanas. "Todo hombre que valora para sí la libertad de conciencia", escribió Thomas Jefferson, uno de los primeros presidentes de los Estados Unidos y redactor de su Declaración de Independencia, "debe oponerse a la invasión de la de los otros".

Por último, la islamofobia que el radicalismo yihadista suscita no es una actitud justa ni inteligente. Hay que europeizar el islam que vive en nuestras sociedades, es decir, hacerle pasar por el tamiz valorativo de la Ilustración; pero tal empresa debe partir del respeto a las creencias de los musulmanes y de aquellas manifestaciones de las mismas que no se opongan a los derechos fundamentales, los cuales desde luego resultan irrenunciables, porque la dignidad humana no se puede pisotear invocando singularidades culturales ancestrales ni supuestos mandatos religiosos. Y otra cosa: la islamofobia (instigada desde grupos populistas o directamente fascistas, pero también por humoristas sedicentemente progres acostumbrados a la impunidad de sus vómitos) oculta a menudo la cruda cuestión social, la marginación de los barrios periféricos, la falta de oportunidades vitales de los musulmanes residentes en Europa. Lo decía hace poco el primer ministro Manuel Valls: en Francia existe "un apartheid territorial, social y étnico". Desgraciadamente, al yihadismo suicida que a veces surge de estos guetos se responde por los gobernantes con el recorte de las libertades de la ciudadanía entera, no con programas de integración (trabajo, educación, salud). Para eso nunca hay dinero. Y menos ahora, en una Europa neoliberal dirigida tiránicamente desde Berlín y Bruselas. Cada vez que veo a Schäuble y al presidente del Bundesbank, Jens Weidmann, pontificar sobre las virtudes de la austeridad letal no puedo evitar pensar en Auschwitz. Y entonces soy yo el que vomita.

(*) Catedrático de Derecho Constitucional

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