He escuchado por las esquinas radiofónicas que ha resucitado la comisión de estudio para la reforma electoral. Ya fue un fantasma en los lejanos días --gobernaba don Román Paladino Rodríguez - de su primera convocatoria en la calle Teobaldo Power. Básicamente consistió en una pequeña perfomance que mareó la perdiz reformista para contentar (pásmense ustedes) a Tomás Padrón y la Agrupación Herreña Independiente. Esta comisión de ahora tiene una voluntad de estudio y aprendizaje que su predecesora, es decir, aproximadamente ninguna. Porque si se mostrara realmente atenta, inquisidora y curiosa, un breve análisis basado en datos reales la llevaría a una curiosa conclusión: el sistema electoral, sin ser en absoluto irrelevante, no resulta el principal o inequívoco criterio para evaluar la calidad democrática de una sociedad.

La reforma del sistema electoral canario de 1996 fue disparatada. La subida de los topes porcentuales regionales e insulares que se debe alcanzar para entrar en el reparto de diputados deformó la representatividad parlamentaria en beneficio de los partidos con mayor implantación social y territorial, CC, PSC-PSOE y PP. Lo importante, para entrar en ese selecto club, no era que te votaran mucho, sino que te votarán en todas y cada una de las islas. La salud democrática del país demanda, evidentemente, una corrección, y fórmulas hay muchas, siempre que se abandonen fantasías basadas en la ignorancia de las normas electorales. Adoptes el sistema que adoptes --y al menos que admitas un parlamento con muchos centenares de escaños - siempre costará menos votos un diputado herreño que uno grancanario. Volver a los topes anteriores a 1996, introducir una lista regional de diez diputados y conservar la circunscripción insular podría ser una alternativa válida. Pero puede aprobarse cualquier sistema electoral que la democracia no resultará mágicamente potenciada, ni desaparecerá la corrupción pública o la estupidez política. Basta con observar la variedad de modelos electorales que se detectan en los países más prósperos y en aquellos los que funcionan mejor las instituciones públicas. Dinamarca se maneja con un sistema que incluye la regla D´Hondt con listas parcialmente abiertas y la concesión de algunos escaños a partidos infrarrepresentados; Finlandia también ama al señor D´Hondt, pero con listas totalmente abiertas; Suecia tiene barreras del 4% del voto nacional o el 12% del voto en cada distrito para entrar en su asamblea legislativa; Canadá dispone de distritos uninominales: en cada distrito, el partido que gana, así sea por un 0,1% de los votos, se queda con el escaño, y los demás no consiguen nada. Todo al ganador. Es harto curioso que amplios sectores de la izquierda española identifiquen una democracia viva y sana con la abundancia de fuerzas representadas, lo que debería llevar a la conclusión de que Italia es un ejemplo inmejorable de democracia parlamentaria. Y sin embargo, Matteo Renzi ha conseguido aprobar una reforma electoral que premia con un 55% de los diputados a la lista que supere el 40% de los sufragios. Un plus para el ganador. Como en Grecia.

Canarias necesita su reforma electoral. Pero el problema de la debilidad de su democracia es más arduo y complejo y tiene que ver con el proceso de elección de sus élites, en el diseño institucional, en la confusión administrativa y en las relaciones entre clase política e intereses financieros y empresariales.