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Mirando a África

El tiempo se paró en la iglesia de El Aaiún

Estos últimos años he tenido la oportunidad de visitar varias veces la ciudad de El Aaiún. Existe un vuelo desde Gran Canaria a la ciudad que fue capital de la provincia española del Sahara, aquella que tenía diputados en el Congreso de Madrid, algo que parece haberse olvidado.

Uno de los detalles que saltan más a la vista de quienes no conocieron la ciudad en la época española es la desaparición de todo lo que podía recordar la presencia de España en ese territorio, al menos aparentemente, ya que si el paseo se hace con algún conocedor de la historia de la ciudad, la huella, algo escondida, puede verse, o adivinarse, aquí o allá, en la zona antigua de la urbe.

En mis viajes tuve la fortuna de poder visitar un lugar que conserva, por azar del destino y de alguien más, ese regusto español. Pero no el de ahora, sino el de hace cuarenta años. Y se puede decir muy bien que el tiempo se paró allí en 1975.

Se trata de la iglesia del El Aaiún, un edificio que se ha conservado tal cual estaba en los años en que se hablaba español allí. Hoy, un sacerdote español, Mario, con más moral que el Alcoyano, junto con otro colega congoleño, se encarga de mantener el edificio, que alberga también una zona administrativa y una antigua residencia, hoy reconvertida en pequeños apartamentos.

Entrar en la iglesia y sus dependencias anexas es dar un salto en el tiempo. En mi caso, fue como volver a la infancia, y les digo por qué. Porque cada paso que daba me recordaba imágenes de otro tiempo, y descubro mi edad al confesar que viví la época final de Franco y la transición. Las puertas, los manillares, los suelos, las paredes, los cuadros que colgaban en ellas, los sillones años setenta, de escay o de tela, las mesas de formica, los fluorescentes blancos y amarillos, los muebles cajoneros con tiradores de madera oscura, las lámparas de colores. En fin, una multitud de detalles que eran verdaderas diapositivas de un mundo que ya no existe y sin embargo, como si de un museo se tratase, pervive en ese lugar.

Y como colofón, el interior del templo, en el que destaca un mural enorme tras el altar de una estética blanco y negro con figuras alargadas, cuasi Greco, tan de moda en aquellos tiempos.

En este ambiente atemporal el sacerdote Mario atiende a los pocos devotos católicos, incluyendo también algún que otros cristiano no romano despistado, que se acercan los domingos por la iglesia. La mayoría pertenecen a la Minurso, la extraña misión de las Naciones Unidas en el Sahara, con muchos iberoamericanos y los pocos españoles que se han quedado allí.

La iglesia de El Aaiún, considerada políticamente casi más como un territorio diplomático de la Ciudad del Vaticano que como un templo cristiano, se mantiene abierta gracias a la protección de los tratados diplomáticos en un en un lugar en el que otra religión lo ocupa todo, y también por la devoción y testarudez de una serie de religiosos que consideran que tienen una misión que cumplir en aquella zona.

Mario también atiende la iglesia de Dajla, la antigua Villa Cisneros, con menos feligreses aún, y que visita una vez al mes. La iglesia de Dajla es otro milagro de supervivencia que exige otro artículo, pero baste decir que es otro maravilloso monumento más del pasado en una ciudad que tuvo, y retiene algo, no mucho, la huella española.

La iglesia del El Aaiún, ese museo vivo de mobiliario, alma y ambiente de hace cuarenta años, sigue abierta a quien quiera acercarse a ella, en un entorno urbano relativamente complicado en un territorio complicado, porque de uno viene lo otro y todo se pega. Como una burbuja de otro tiempo, pero que vive muy de cerca el presente.

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