Hubo un tiempo en el que España era el problema, en el que la reflexión siempre estaba destinada a pensar sobre lo hispano y su naturaleza. Incluso, se escribieron sesudos tratados sobre el tema, siendo el del psiquiatra Juan José López-Ibor, El español y su complejo de inferioridad, el que quizás abordó con mayor soltura y profundidad la cuestión. Según el doctor, esa inquietante sensación comenzó por hacerse presente en las obras de Quevedo, precisamente en la mejor época de las letras castellanas, cuando todavía el imperio de las Españas brillaba por el mundo como la luminaria que, sin duda alguna, llegó a ser entre el resto de las naciones. No obstante, el complejo se volvió recurrente tras el 98, al convertirse en protagonista de una generación completa de intelectuales, que ya no ocultaban sus sentimientos de malestar o tristeza con el nuevo lugar de la patria en la esfera internacional. La inquietud por el devenir del país se colmaba con la imposibilidad de sus habitantes por avanzar en la ciencia, terreno en el que poco se había podido materializar en siglos de evolución histórica. Ni siquiera la justa concesión del premio Nobel al neurofisiólogo aragonés Santiago Ramón y Cajal, en 1906, logró cambiar un ápice la imagen que, irremediablemente, habría de identificar a un colectivo tanto como a una forma de entender la realidad.

El español era un tipo desencantado de sí mismo, de su personalidad social, de su compromiso para con los demás. Los extranjeros observaban nuestra psicología como algo digno de estudio, puesto que, como individualidades, éramos capaces de lo mejor, incluso de la excelencia, pero, como pueblo, parecía que la desconfianza y la incertidumbre eran inevitables. Por esta razón, la transición democrática, iniciada en 1975, fue contemplada como una posibilidad cierta -un milagro, se llegó a decir-, por la que el pueblo español llegaría a desembarazarse de su leyenda negra. Sin embargo, lo conseguido con la cultura del pacto de la vieja política tornó en agua de borrajas con el fin del bipartidismo y el auge de movimientos radicales que ponían en duda el progreso social de todo un país.

Nuestro perfil egoísta, desesperadamente individualista, volvía a conquistar el ánimo de los representantes políticos, y en esto, como en casi su totalidad, encarnaban aquella antigua forma de entender la realidad que ya presagiaba Quevedo en la España defendida, hombres que se "ofrecen a la muerte por sus amigos, parientes o señores", pero incapaces de llegar a acuerdos o pactos que ratificasen una paz social. Solamente la iracundia, tal vez la rabia, motivaban a la acción, a la procura de un objetivo. Nuevamente, como sociedad, desatendíamos lo principal. Si hemos de dar cumplimiento a un destino compartido, lo óptimo vendría definido por el grado de acuerdos alcanzados, justamente, como individuos que priman la convivencia antes que la pertenencia a un grupo de interés, por legítimo que sea.

Uno ve al español y a la política como el coger un taxi en una de las calles de nuestras atestadas urbes. Con la transición del 75, el taxi era ocupado por varios pasajeros, pese a sus distintas procedencias, porque habían conseguido vencer sus particulares egoísmos y centrarse en un destino común, dejando atrás todo lo que supusiera discordia. Y así ha sido hasta que el declive de las formaciones políticas tradicionales ha hecho revivir el viejo complejo de inferioridad, el que ha perfilado nuestra psicología hasta ayer mismo. Otra vez la cerrazón, la intolerancia y el odio señoreaban sobre los asientos vacíos de un taxi que circulaba por una ciudad expectante, pero no tanto como el chófer que conducía, ignorante de la ruta a seguir. La reciente investidura del candidato a Presidente del Gobierno ha cerrado el círculo.

Ahora el español, al mirarse en el espejo, no ve únicamente sus defectos, sino que, desacomplejado, otea el horizonte con ilusión, sabiendo que el taxi dispone de un punto de llegada. Un rumbo compartido por unos pasajeros que han tomado firme decisión por el consenso y la esperanza de llegar a un destino concertado. Por fin, España no es diferente.

(*) Doctor en Historia y profesor de Filosofía