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punto de vista

Armonía o causa del querer

Leibniz fue un pensador hindú que sorprendentemente nació en Leipzig. Ejerció, como ningún otro, un racionalismo inclusivo. Quiso conciliarlo todo, armonizarlo todo, no sólo la materia con el espíritu, también las naciones, las filosofías y las iglesias. En una época que estaba a punto de alumbrar la filosofía crítica, dejó escrito que la mayoría de los sistemas filosóficos son correctos en cuanto a lo que afirman, pero no tanto en cuanto a lo que niegan. En definitiva, que vivimos en un mundo tan rico y variado que ninguna filosofía puede abarcarlo, limitarlo o constreñirlo. Y no sólo trató de armonizar diferentes concepciones y prácticas, también supo rescatar los aspectos positivos de cada doctrina e integrarlos en su propio sistema. Llevado por esa voluntad de integración, nunca desdeñó a ningún pensador e incansablemente rescató lo verdadero de cada propuesta. Como algunos filósofos antiguos, se atrevió a decir que en cada cosa está el universo entero, que la indiferencia es el grado más bajo de libertad o que el movimiento es una especie de metamorfosis. Bertrand Russell dijo de él que había sido una de las más bellas inteligencias que había dado la humanidad, alguien para quien la causa del querer era la armonía universal.

Probablemente no haya nadie en la historia de la filosofía que haya trabajado tanto como Leibniz. Una obra inmensa publicada no sólo en cartas, artículos científicos o libros, sino también en borradores, apuntes y acotaciones. Incluso hoy día siguen apareciendo manuscritos inéditos, lo que hace que su identidad como pensador siga abierta. Esto supone una ventaja y una gran oportunidad para lectores tan creativos como Agustín Andreu (Paterna, 1928). En su huida del academicismo, "Leibniz nunca quiso secuaces sino interlocutores". Fue, como Spinoza, un puente entre el mundo antiguo y el mundo moderno y su pluralismo ontológico se corresponde con la multitud de disciplinas de las que se ocupó: filosofía, teología, política, lógica, física, química, matemáticas, geología, biología, ingeniería, lingüística, historia, sinología, paleontología y biblioteconomía. Mantuvo relaciones personales y epistolares con las mentes más brillantes de su época, con el reino de Prusia, el imperio austriaco, el zar de Rusia y las cortes de Dinamarca, Polonia, Suecia e Italia.

Una vida muy activa e intensa cuyos frutos siguen desplegándose hoy, y los tres volúmenes que nos ofrece Agustín Andreu, publicados recientemente por la editorial Plaza y Valdés, constituyen un buen ejemplo. Methodus Vitae reúne una colección de textos de orientación antropológica, traducidos del latín, el francés y el alemán (las lenguas en que escribía Leibniz), resultado de décadas de investigación y análisis, de cursos impartidos en la Universidad de Verano del Zambuch, en el Instituto de Filosofía del CSIC o en la Universidad Politécnica (en la época en que el rector Justo Nieto intentaba abrir una ventana a las humanidades). Cualquier división de los escritos de Leibniz resulta puramente convencional. Con frecuencia emergen consideraciones metafísicas de escritos científicos, o teológicas de los jurídicos. Andreu los organiza en tres volúmenes: (1) Naturaleza o fuerza, (2) Individuo o mónada y (3) Ética o política. Textos muchos de ellos inéditos en español que suponen una contribución indispensable para los estudios leibnizianos y donde no se incluyen los trabajos clásicos ya disponibles en español, como la Monadología, el Discurso de metafísica o la Teodicea. Andreu no se queda en mero traductor (que no es poco) y además de preparar una edición impecable aprovecha cualquier oportunidad para aportar claridad e interpretaciones creativas, dejando ver en todo ello "su" Leibniz y aceptando de buen grado esa "implicación recíproca", esa invitación a la filosofía que proponen los propios textos. Justo como hubiera deseado el filósofo de Leipzig.

La figura de Leibniz es relevante hoy por muchas cuestiones, y las más decisivas no tienen que ver únicamente con la historia de la ciencia. Leibniz defendió cierto grado de autonomía de la mente, aceptaba que la sensibilidad era la base de la experiencia, que no había nada en el intelecto que no procediera de los sentidos, salvo el intelecto mismo. Se dio perfecta cuenta de lo indispensable de la metafísica, que lo real no puede reducirse al modo matemático sin ser cercenado, como pretendió Descartes, ni al geométrico, como hizo Spinoza. Nunca creyó en la separación entre las disciplinas. Fue un hombre que a los doce años ya había leído a Platón y Aristóteles (al parecer aprendió latín y griego por su cuenta y podía recitar la Eneida de memoria), que se declaró luterano pero se opuso al sectarismo religioso y no frecuentó los templos. Y trató de conciliar, como nadie hasta entonces, el enfrentamiento entre tecnócratas y humanistas que iba a producirse tres siglos después.

A los catorce años estudiaba ya filosofía en la Universidad de Leipzig y posteriormente matemáticas en Jena, luego se doctoró en derecho y ejerció de secretario en una sociedad de alquimistas. En París perfeccionaría sus conocimientos matemáticos bajo la tutela de Huygens, lo que le llevó a culminar el descubrimiento del cálculo diferencial e integral (1675), basado en el supuesto de que una curva es un polígono con un número infinito de lados. Sirvió en la corte de Hannover de bibliotecario e historiador, pero viajó sin parar al tiempo que mantenía encuentros y relaciones epistolares con todos los sabios del mundo conocido, incluidos los jesuitas que habían vivido y profundizado en las culturas china e india.

La "orientalidad" de Leibniz mencionada al principio del artículo queda confirmada por el propio Andreu en su introducción al primer volumen. El esquema que la época moderna hereda del medioevo es el de una antropología desde abajo. Un croquis piramidal (en la base el reino mineral y sobre éste el vegetal y el animal) que coincide con el del mito judeo-cristiano del dios creador que hace aparecer escalonadamente los elementos (agua, tierra, aire), y posteriormente plantas y animales, culminado la creación con el hombre. El mismo modelo que se utilizará en el mito moderno de la evolución, también de abajo arriba, salvo que en este caso el protagonista, la selección natural, es un héroe ciego y paciente, a merced de un destino azaroso (o cuanto menos accidentado). Frente a estas propuestas Leibniz, como los filósofos indios y neoplatónicos, construye su antropología desde arriba. Y Andreu acierta a subrayar este hecho crucial en la historia del pensamiento moderno, una encrucijada que abría el paso a "otra ilustración" que no llegó a producirse. No se trata aquí de que el cuerpo evolucione hasta la mente, sino al contrario, de una mente que se prolonga en un cuerpo, que se concreta y realiza en condiciones espacio-temporales. Por eso decíamos antes que en Leibniz la mente conserva ciertas prerrogativas y puede apoyarse en sí misma, en su propia claridad interior (y eterna), de ahí que pueda vivir "sin ventanas", y ser un mundo para sí misma. De ahí la maravillosa idea de que en cada cosa, por pequeña que sea, habita un universo entero y es una perspectiva, particular pero completa, del universo en su conjunto. Este es un planteamiento claramente oriental. Está en el samkhya y está en el budismo.

Para Leibniz la vida no era otra cosa que lograr cierta armonía con lo que nos rodea. Consideró profundas las raíces de la individualidad y en cierto sentido fue el "filósofo de los individuos" (precursor en esa línea de William James), fiel defensor del pluralismo ontológico y de la estricta singularidad de cada cual. Cada individualidad, cada mónada, es un microcosmos autosuficiente, completo en sí mismo, en el que desarrolla su vida. Y esa multitud de singularidades están trabadas entre sí según una armonía prestablecida. Por raro que parezca el curso y la evolución de los acontecimientos que se suceden en el espacio y el tiempo no es sino la expresión de las relaciones metafísicas que tienen estas singularidades entre sí (más allá del espacio y del tiempo). Mundos dentro de mundos. Mundos encapsulados. "Cada porción de materia es como un jardín lleno de plantas o un estanque lleno de peces. Pero cada rama de la planta o cada escama del pez es también un jardín o estanque similar". Singularidades, por otro lado, eternas, que no pueden nacer o perecer. La muerte es, en este sentido, un mero cambio de escenario. Cada singularidad refleja el universo entero desde su propio punto de vista (el mundo se ve diferente según épocas históricas o etapas de la vida) y se relaciona ante todo con esa armonía original que lleva el nombre de lo divino.

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