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el análisis

La lección del Mont Blanc

Un día soleado, en silencio, respirando un aire que no existe allí donde la vida es más sencilla, uno cree alcanzar la felicidad. Es momentánea, claro, pero también real. Sentado a 3.600 metros, en lo más alto del espolón de las Aiguilles Marbrees, la vida se ve distinta. Desde esta arista de los Alpes italianos se obtiene una de las panorámicas más espectaculares del Valle Blanche y de las míticas montañas que lo rodean. Una de ellas, el Dent du Géant, me enfrenta impávida mientras la observo admirado, y entonces percibo un susurro que llega desde su cima: ¿cuándo vendrás hasta aquí?. Un obelisco natural de 4.000 metros, la cumbre más bella y elegante de todo el macizo del Mont Blanc me estaba hablando, y yo le escuchaba. El pico perfecto que permaneció inaccesible hasta 1882, cuando todas las grandes cimas alpinas habían sido holladas, entablaba conversación con un simple aficionado. Me sentí halagado por merecer su atención, y pensé que aquello sucedía porque por fin era capaz de entender las montañas y su manera de relacionarse con nosotros.

Dicen que una de las cosas que aporta la madurez es aprender a mirar la vida con cierta perspectiva. Restamos importancia a la anécdota de hoy y tratamos de conducirnos por el mundo con las luces largas. Nos trazamos objetivos en el tiempo porque vamos intuyendo que esto de vivir consiste más en una carrera de fondo que en ir pegando acelerones. Sabemos que tenemos que disfrutar del camino, por supuesto, pero con la vista puesta en el horizonte. El viernes pasado estaba suspendido en el vacío en la arista Marbrees, y creí entender el motivo por el que el alpinismo es capaz de fascinar a algunas personas. Colgado del arnés y confiando en mi compañero de cortada, pensé que no existía el mañana. No había perspectiva, ni metas, ni cabía amplitud de miras. Abrazado a una roca en mitad de la nada sólo importa el paso siguiente, dónde colocas el pie derecho con seguridad para después mover el izquierdo. Te concentras en elegir el punto exacto dónde agarrar la piedra para poder impulsarte sin caer. El mundo se reduce entonces a ese metro cuadrado, el que habitas en ese instante, y nada importa más allá de él. Cuando te desplazas unos centímetros entras en un universo nuevo, el de la siguiente roca, un apoyo distinto, la siguiente complicación con la misma concentración. Es asombroso comprobar como en un escenario tan gigantesco tu perspectiva vital se puede reducir hasta ese extremo.

Eso pensaba el viernes en una mañana radiante y plácida, escalando en manga corta allí donde comienza a escasear el oxígeno. Por la tarde bajamos al refugio de Cósmicos, en la parte francesa del valle, para descansar unas horas antes de iniciar la ascensión al Mont Blanc. La previsión del tiempo era buena hasta la tarde del sábado, que anunciaba unas tormentas eléctricas que en aquellas alturas son algo serio. Así que había que darse prisa. Partimos a las dos de la madrugada y poco después de las cinco ya habíamos superado los dos pasos más complicados de la escalada: la pendiente vertiginosa del Tacul, y el paredón de hielo del Mont Maudit. Ya estaba casi hecho. A partir de ahí, la subida tendida y sin dificultades técnicas hasta la cima de Europa. O eso imaginábamos, porque ningún parte meteorológico anunciaba rachas de viento de 50 kilómetros por hora a partir de los 4.300 metros. No nevaba, pero Ibón y yo éramos un proyecto de novias, con aquel velo blanco que envolvía nuestros prendas técnicas de colores por culpa de la nieve en suspensión. Subíamos en zig zag, y cada vez que avanzábamos de cara al viento aquello era el Apocalipsis. Hasta que Ibón, un tipo recio y con muchos recursos en la alta montaña, se giró para gritarme que quizá tendríamos que dar la vuelta. Si al acercarnos a la última cornisa el viento arreciaba un poco más nos podría desequilibrar en una zona muy expuesta, y habría que desistir. Dios quiso que al asomarnos al balcón norte el vendaval continuara igual de salvaje, pero no más.

Hacía frío, y la sensación térmica era inhumana por culpa de aquel huracán. Llevaba toda mi ropa de abrigo puesta, incluidos unos guantes largos que me tapaban medio antebrazo. Había cerrado fuerte el velcro del impermeable en torno a las muñecas para que no me entrara aquel aire gélido, así que durante toda esa última parte de la ascensión no pude consultar mi reloj. No sabía qué hora era, ni a qué altura estábamos. Era imposible divisar la cima en aquella coctelera de nubes, viento y nieve, y mis piernas y mi pecho estaban a punto de estallar por el esfuerzo físico. Pero lo último que puede estallar allí arriba es la cabeza. Así que grité a Ibon que parase. Necesitaba saber a qué altura estábamos y cuánto tiempo llevábamos de ascensión. Porque sí que pensaba en el objetivo, y en alcanzarlo asumiendo un riesgo razonable, no a cualquier precio. Entonces vi la pantalla, y la hora, y la altitud. Supe que íbamos a llegar, y aprendí la lección.

Estuvimos tres minutos en la cumbre del Mont Blanc. El primero casi se nos fue en un abrazo, y los dos siguientes en encontrar el móvil entre toda esa ropa y sacarnos un par de fotos. Aún me dio tiempo para salir de mi error del día anterior, y comprender que la alta montaña es exactamente igual que la vida a nivel de mar. Necesitamos objetivos, y necesitamos ilusión y compromiso para alcanzarlos. La montaña saca lo mejor y lo peor de las personas. Simplemente lo multiplica por cien.

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