Aconsejaba yo a mis alumnos que nunca insultasen al prójimo por ser ello conducta reprobable e impropia de bien nacidos. Añadía que extremaran sobremanera tal actitud cuando se hallasen cara a cara con alguien más cachas y propenso a responder a palabras hirientes con puñadas, arma blanca o de fuego. Y concluía con un consejo utilísimo cuando los efectos de una excesiva ingesta alcohólica finisemanal botellonera les arrastrase ebrios a la imperiosa e ineludible necesidad de proferir ofensas verbales. "Emplead palabras del español que el contrario desconozca", les prevenía, como recordé aquí mismo poco ha. "Así, mientras el enemigo las descifra y se arma un lío léxico de aúpa para comprenderlas, ganáis unos segundos de oro para daros a la fuga como centellas, evitando de ese modo la ira ajena". (Adviertan ustedes, generosos lectores, que estoy de broma: en mis clases solo se hablaba de complementos directos, indirectos y de don José de Espronceda). Las redes sociales han acabado por darme la razón. Leo en ellas lo mal, lo fatal que se insulta a la menor oportunidad, la negra bilis analfabeta que destilan en ellas furibundos seres que no pasan de mentar madres ajenas relacionándolas con deposiciones propias, de atribuirles profesiones venéreas, de desear al otro o a la otra una más activa vida sexual (ofreciéndose para tal menester con autopropaganda de atributos instrumentales). Cosas así de lerdas. Vómitos vulgares. Eso sí: con faltas de ortografía a tutiplén, pues la necedad ofensiva no es más que un desequilibrio de la gramática cerebral. Nadie, por ejemplo, manifiesta su desacuerdo con un cínico timador de altos vuelos que entra todo tieso en el furgón policial camino del trullo llamándole cariparejo. Y mira que son cariparejos nuestros mangantes hodiernos, homínidos cuyo semblante no se inmuta por nada, que eso significa cariparejo. Nadie, por ejemplo, califica de chirladores a esos personajillos tan prescindibles aunque tan imitados que se ganan los euros poniéndose a parir en televisiones y tertulias radiofónicas. Y son chirladores natos, pues vocean recia y desentonadamente y hablan atropelladamente, metiendo ruido: es decir, chirlan, chirladores son. Nadie se atreve a llamar lipendi o zurumbático a su oponente, por desconocer nuestro rico acervo cultural español para ponerse faltoso, cuando lipendi vale por tonto, por bobo, y zurumbático por lelo, pasmado, aturdido. ¡Cuánta razón me asistía al aconsejar (presuntamente) a mis alumnos como al principio de estas líneas expuse! Si yo le manifiesto a las barbas o al cutis a un hércules licenciado en bofetadas que es un bobo, tonto, lelo, pasmado y aturdido, seguro que me pone la cara mirando para Zamora o Tarragona a la primera. Por el contrario, si con tono mesurado le digo lipendi y zurumbático, me doy tiempo a ponerme yo a salvo en Cádiz o Santander aprovechando el tiempo que tarda en reorganizar sus neuronas idiomáticas. Nadie sustituye el malsonante hijoputa por esa palabra tan española y tan rara (mezcla de latín y hebreo) que es máncer y que significa lo mismo.
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