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el análisis

Las definiciones de Dios

Desconozco si al lector moderno le interesan los recursos especulativos del mundo antiguo y medieval, pero sospecho que arrojan más luz que, digamos, los ilustrados o decimonónicos. El Libro de los veinticuatro filósofos es una obra singular, misteriosa y desconcertante, nacida en una época que interpretaba los autores paganos (Empédocles, Hermes o Proclo) a la luz de la exégesis cristina. Una ficción literaria que confía con ironía en la razón contemplativa.

Una desmedida ambición arroja periódicamente al hombre a empresas disparatadas. Una enajenación que, por otro lado, ha dado lugar a las grandes obras del pensamiento. Entre ellas, un breve tratado del siglo XII, El libro de los veinticuatro filósofos, conservado en 26 códices, algunos de ellos inventariados en antiguas bibliotecas y hoy desaparecidos. La mayoría de ellos atribuye la obra a Hermes Trismegisto, el mítico autor del Corpus hermético, otros señalan a Empédocles, Proclo e incluso Alain de Lille. El Liber (así era conocido) ejerció una gran fascinación durante la Edad Media y su vigor especulativo alcanzará a Borges, que irónicamente compartía la pasión metafísica de los medievales.

Se atribuye a Alain de Lille la afirmación de que la esfera es la mejor figura para describir a Dios, por carecer ésta de principio y de final. Una imagen de la que se servirá Einstein para explicar que el espacio es finito pero ilimitado. Buenaventura (que dibuja un Dios infinitamente simple e infinitamente participado), Nicolás de Cusa (el primero en proclamar la infinitud del cosmos), el dominico Eckhart (que dejó dicho que en cada cosa, por nimia que sea, mora entera la divinidad y que no hace falta buscarlo en la galaxia, basta con el guijarro) o los magos del Renacimiento como Ficino o Bruno, fueron algunos de los lectores de este curioso libro. El historiador de la ciencia Alexandre Koyré advirtió que sus páginas postulan por primera vez el relativismo del espacio (el centro del mundo se encuentra en todas partes), lo que implica la imposibilidad de una representación objetiva del universo. Algunos estudiosos han considerado la obra como un compendio de neoplatonismo cristianizado, redactada bajo la influencia de la escuela de Chartres e inspirada en los textos herméticos y en autores como Macrobio, Boecio y Dionisio Areopagita. Desde luego, hay mucho del emanantismo de Proclo (no sólo en el estilo), cuyos Elementos de teología, circulaban ampliamente bajo el ropaje del Liber de causis, que entonces se atribuía a Aristóteles, de ahí que se vinculara la obra con aristotélicos de origen griego establecidos en la Alta Mesopotamia.

La obra reúne 24 sentencias que, como se dijo, pretenden definir lo indefinible. Son las opiniones de 24 sabios reunidos en un simposio. Estos venerables ancianos ya se habían reunido anteriormente y en el tintero había quedado una cuestión: ¿qué es Dios? Se concedieron un tiempo para pensárselo y fijaron el día de un nuevo encuentro en el que cada uno de ellos aportaría su propia definición de Dios, con la esperanza de encontrar entre todos alguna certeza sobre la cuestión. Hoy parece que ya no interesa saber qué es Dios, la complejidad del asunto se ha resuelto por la vía rápida del descarte, pero en aquella época se daba por sentado su existencia y lo que había que dilucidar era el modo de conocerlo o de aproximarse a Él (si es que en este caso la distancia tiene algún sentido).

El Liber es una obra moderna en dos sentidos: es lógico-deductiva y porta en sí, como toda obra que se precie, su propia refutación. El hombre aspira a conocer la verdad, pero la verdad última es infinita y carece de dimensión, se sustrae a toda proporción y magnitud. Inalcanzable, sólo la metáfora permite vislumbrarla. Lo visible es reflejo de lo invisible y el hombre sólo puede conocer al Creador en el espejo de las cosas. Queda pues como único conocimiento posible el socrático, saber que no se sabe. Cuando más doctos seamos en esta ignorancia, más ascenderemos en el camino hacia la verdad.

El gran matemático Alfred North Whitehead dejó escrito que la Edad Media fue la más racional de todas las épocas. Un tiempo en el que a Dios se le representaba mediante la geometría, costumbre heredada de los platónicos de Persia, que habían conservado en árabe el conocimiento helénico. Por otra vía, la que pasa por Plotino y Proclo, se sabía que Dios era Mónada o Unidad (Nicolás de Cusa mantendría que la unidad no era un número, sino aquello que hacía posible los números) y también el espacio geométrico de una esfera cuyo centro está en todas partes (en cada ser vivo, pues el universo está todo lleno de vida) y cuya circunferencia en ninguna (al ser infinita, como sostendrá después Giordano Bruno).

No había pues inconveniente en enunciar estas definiciones de un modo axiomático y desarrollarlas mediante una exposición deductiva. El Liber imita con ello el rigor demostrativo de la geometría de Euclides, que hacía muy poco se había vertido al latín y de los Elementos de teología de Proclo. Una tendencia que se prologará en la Ética de Spinoza y el Tractatus de Wittgenstein y que llega hasta la filosofía analítica de nuestros días. Un estilo que consiste básicamente en la enunciación de verdades intuitivas y la posterior "emanación conceptual", por decirlo al modo neoplatónico. El objetivo es claro: traducir en conceptos la intuición (noética) de lo divino. Todo ello bajo el supuesto y la confianza en que lo analítico y lo discursivo puedan abrirse paso hacia lo divino. No encontramos en las páginas del Liber el calor de la devoción o la pasión religiosa, únicamente una pasión analítica que, como recordó Valery, tiene también su erótica y magnetismo.

Hay una idea de la creación que reaparece periódicamente en todos los grandes climas del pensamiento, en Egipto y la India, en Grecia y Persia, y que es sugerida en el Liber. La creación es el modo que escoge el Supremo para conocerse a sí mismo. Un hecho trágico o bendito, según se mire, que suscita al menos dos preguntas: En primer lugar: ¿logra el Supremo conocerse? Y, en segundo lugar: ¿se gusta? Un planteamiento que conduce a la consideración, probablemente herética, de que en ese proceso de autoconocimiento, el sujeto se convierte en el conocimiento mismo. En la India, ánkara lo dice con claridad: el universo no es otra cosa que "el conocimiento que se conoce a sí mismo". No es imprescindible que haya un sujeto de ese conocer, como cuando decimos "llueve". Esa es la quietud divina. Dios se mueve respecto a sí mismo, no respeto a otro. "Se piensa Dios", dice la sentencia XIX, "se halla siempre inmóvil en el movimiento". Y la siguiente definición lo confirma: "Dios es el único que vive del pensamiento de sí mismo"", no vive como los cuerpos, que ingieren sustancias para incorporarlas a su naturaleza, ni como las almas, que son sostenidas por las inteligencias celestes, vive de sí mismo. Pero para que haya un "yo", un sujeto, es necesario un "tú". El yo es Dios, el tú el universo (nosotros).

La segunda definición quizá sea la más célebre de toda la obra: "Dios es una esfera infinita cuyo centro se halla en todas partes y cuya circunferencia en ninguna". Una idea que podría remontarse a los presocráticos (Parménides, Pitágoras, Empédocles y Anaxágoras), que reaparece en la teología judeopagana de los astrónomos de Alejandría, y que con el paso del tiempo dará lugar al microensayo borgiano La esfera de Pascal. La antiquísima metáfora de la esfera es frecuente en círculos neoplatónicos medievales e inspira el simbolismo numérico y geométrico que revive en Escoto Erígena y Nicolás de Cusa. Pero antes de esta célebre sentencia hay una primera, de mayor carga lírica, que combina el rigor teológico y conceptual con la fantasía figurativa: "Dios es una mónada que engendra una mónada, y refleja en sí mismo una sola llama de amor". El comentario la explica: el término monas hace referencia al Dios de Abelardo y Teodorico de Chartres. La unidad original, como una célula madre, engendra otra unidad (se descarta su escisión). La unidad que engendra y la engendrada quedan enlazadas por un amor recíproco. La lectura trinitaria resulta inevitable: la primera es el Padre, la segunda el Hijo, y el amor que los une el Espíritu.

Se trata de un despliegue interior y atemporal: los tres son eternos (el universo todavía no ha comenzado). Teodorico y Alain de Lille conciben esa primera causa como un eterno desarrollo de la Unidad, una eterna generación y una eterna comunión de amor entre el que engendra y el engendrado. En cierto sentido expresa la doctrina agustiniana del Espíritu como amor y concordia entre la Mente y el Verbo, entre el Padre y el Hijo. Lo que queda claro de este primer modelo es su circularidad. El movimiento de la creación se entiende como una procesión y un regreso. Una idea que barajan los grandes maestros del siglo posterior (Buenaventura, Alberto, Aquino) y que seguramente tiene una inspiración neoplatónica y oriental. La unidad, multiplicada por sí misma, regresa a su principio. Y lo hace mediante el amor reflejo: el Espíritu. La vida interna de la divinidad (efusión primigenia y retorno) se reproduce en el hombre, no en vano Proclo había definido la conciencia como aquello capaz de reflejarse a sí mismo. De la infinitud de la esfera se deduce que la primera causa se encuentra en todas partes, trascendiendo cualquier dimensión espacial. Reaparece aquí el principio de plenitud: todo está lleno de vida, todo está lleno de almas. De ahí que en todas partes se encuentre el centro del universo, en cada ser vivo, en cada alma. Y esas almas, todas las almas, sólo podrán conocer aquello que llevan en su interior (aquí Leibniz), las formas eternas que contienen en sí mismas. El Liber se sirve de un lenguaje geométrico para negar cualquier determinación geométrica, y asegura que el alma no podrá conocer aquello que la trasciende, aquello que no lleva en su interior. Como se dijo, el Liber alberga en sus páginas su propia refutación.

La vía de la bondad. Hay un conocimiento, llamado apofático, en el que el místico y el escéptico unen sus fuerzas. No sabemos qué son las cosas, pero podemos saber qué no son. Budistas como Nagarjuna hicieron de dicho conocimiento un arte y algunas de las afirmaciones del Liber se inspiran en esa suerte de teología negativa. El alma no halla en sí la idea de dios y la mente es incapaz de comprenderlo. Se trata de la singularidad perfecta, carece de dimensión. Las definiciones XVI, XVII y XXIII insisten en la condición inefable de la divinidad. La Unidad Suprema no admite predicados, por mucho que nos empeñemos en ponérselos. Como la buena escritura, no requiere de adjetivos. Estas proposiciones desmienten el propósito mismo la obra (una colección de definiciones) y sin embargo están ahí, irónicas y desafiantes, aportando un germen de rebeldía y viveza.

"Dios es aquello cuyo poder no es numerable, cuyo ser no es finito, cuya bondad no es limitada". Y en comentario, tras un silogismo incierto, concluye: "De donde se sigue que, también en el retorno, la vía más segura del ser a la unidad del centro es la bondad ilimitada". Hay otras definiciones que apelan a las emociones y extraídas de la mística sufí: "Dios es amor que cuanto más se posee más se esconde". Y el comentario añade: "Si la unidad del ser creado se inclina por completo a la unidad del engendrador y del engendrado, regresando por la vía del retorno, entonces el amor de la criatura es esto mismo, puesto que es ordenada por aquel al que, cuanto más te unas, más serás exaltado, y tanto más se elevará él. Y en eso consiste su esconderse".

La reconciliación de los opuestos. La divinidad subsiste en sí misma y al mismo tiempo se extiende en todas las cosas. La primera causa es inmanente y a la vez trascendente. Es la eterna causalidad y la perfección inalterable. Es lo que habita más allá del ser y el ser mismo. En él se reconcilian Platón y Aristóteles, maestro y discípulo. Su absoluta trascendencia lo convierte en tiniebla, su inmanencia en luz de las ciencias. Esa es su enigmática Unidad, fundamento del mundo creado. La eternidad actúa sobre sí misma sin dividirse ni determinarse. No experimenta la fatiga ni necesita de la sombra para reposar. Tiene dignidad de Principio pero es un "principio sin principio, proceso sin mudanza, fin sin fin". Y sucede que el fin es idéntico para el engendrador y el engendrado. En él coinciden el bien y la vida infinita. "Es aquello de lo que nada mejor se puede pensar". Cuanto mayor es su unidad, mayor es su bien. De hecho, toda forma de vida procede de la unidad, cuanto mayor es la unidad, mayor es la vida. La muerte es una de las formas de la escisión. La vida plena reproduce la esencia de la vida divina: la mente crea la palabra y ésta se vuelve hacia aquella. El engendrador se multiplica engendrando y ese vínculo de unión es el espíritu. Esa unidad que es vida plena responde a que Dios. Como un fractal, "está todo él en cualquier parte de sí". Una idea que servirá a Leibniz en su concepción de la mónada. La divinidad no sufre división en su esfuerzo creativo, ni permanece circunscrita por una potencia ajena. Su luz no encuentra en las cosas una materialidad que pueda fragmentarla. Engendra y multiplica, pero en sí misma no conoce variación.

El ser y la nada, "Dios es oposición a la nada por mediación del ente" (XIV). El centro de la esfera representa la fuente trascendente del flujo creador, mientras que la infinitud de la circunferencia se explica mediante el "afirmar negando" del conocimiento apofático. La inagotable expansión creadora que representa la circunferencia carece de dimensión. Tanto el centro como la circunferencia son "abismos" (establecidos en lo eterno), incognoscibles para el alma. Entre el Dios y la nada se sitúan los entes finitos. El comentario sugiere una imagen poderosa: la esfera mantiene aprisionada en su centro la nada. La incesante tarea creativa se lleva a cabo portando en sí la nada, por puro amor se extrae a los seres de la nada y se los coloca alrededor del centro. Una idea que fascinará a Leibniz, que a menudo se preguntaba por qué había algo en lugar de nada. Dios aprisiona la nada en el centro mismo de su ser. Y en todas partes está ese centro y esa nada, y en todas partes se manifiesta su flujo creador. La potencia divina no conoce límites y no contiene el mal por no estar limitado. De nuevo Leibniz, el mal como vía inevitable hacia un bien mejor, y de nuevo los neoplatónicos, el mal como estirpe de la nada, como mera privación del ser y la bondad.

Regreso al origen. La sentencia XV, una de las más inspiradas, insiste en que el movimiento procede del centro y regresa al centro. El primero da el ser, el segundo la vida. No hay vida plena sin ese volver la mirada al impulso creativo original. La vía del engendrador hacia el engendrado es la vía del ser, la vía inversa, es la vía de la vida. Una vía de agradecimiento. El viaje de ida es la forma, el de regreso la bondad. Hacia el final de la obra encontramos imágenes que anticipan la mística de Juan de la Cruz. "Dios es la tiniebla que permanece en el alma después de toda luz". Dios es de algún modo todas las ideas que se hallan presentes en el alma, él mismo las alumbra. Pero el alma sólo contempla a la divinidad después de haberlas apartado todas. Al negar y rechazar de sí misma todas las ideas de las cosas, se eleva por encima de lo que ella es hacia la causa primera. Entonces aparece ante ella la "noche oscura" y el alma se entenebrece pues no es capaz de contemplar la luz increada. De modo que la mente sólo lo conoce en la ignorancia (ahora docta). El alma guarda en sí el modelo de muchas cosas, pero no el modelo de Dios, por lo que es incapaz de reconocerlo. Ese es el "verdadero ignorar" de la que hablará Nicolás de Cusa. Y sin embargo, definimos. Y no podremos dejar de hacerlo.

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