No es un artículo para vociferar a favor de la desratización de la ciudad. No, más bien es la impresión que le provoca a un humano rodeado y plegado a los productos de higiene personal ver a dos leños bigotudos entre unos contenedores de basura de la calle Cebrián, uno de ellos, mientras el otro hacía alpinismo sobre las piedras volcánicas de un parterre del barrio de La Isleta. La incontenible repugnancia y el escalofrío que nos recorren van al unísono ante unos roedores que pertenecen al ámbito de la miseria, del lumpen o de la suciedad. Quedas paralizado, aterrado, casi pidiendo a gritos que los otros peatones compartan el fenómeno. No es La peste de Camus con esas descripciones horribles de la enfermedad, pero sí la reacción de un individuo que, de forma instantánea, observa la interrupción de su tiempo: motores de alta cilindrada, automatismos cifrados por sensores, alimentos con la mejor conservación, relojes polivalentes, zapatos especiales para la columna vertebral, personas con las más sofisticadas prótesis dentro de su cuerpo... Todo queda absolutamente congelado con la visión medieval, extemporánea, de estos dos animales que se ocultan veloces en las entrañas del subsuelo urbano. Y lo peor de todo es el desasosiego que se le queda a uno, una rara sensación de ser mirado desde algún lugar escondido por estos elementos capaces de enervar las peores pesadillas. Ni una ducha nórdica es capaz de borrar la falsa impresión de que esparcen su aliento maloliente en el cogote de uno. Al contarlo he comprobado la cara de horror de los oyentes, por lo que imagino, a falta de espejo, cuál fue la mía en el lugar de los hechos. Lo mismo ocurría en el maravilloso París, aunque allí era por la subida de nivel del Sena, mientras que aquí era por el revolcón de la lluvia en alcantarillas, bajantes, desagües y otras atrocidades invisibles.
