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BARRA LIBRE

Hijos e hijas de Judas: "A mí, que me paguen"

Nunca como ahora, desde que nació nuestra democracia, hemos asistido a unos espectáculos tan bochornosos como ridículos en el escenario público de la mediocridad y la putrefacción. Siempre los hubo, pero hemos prosperado. Y es curioso comprobar de qué modo algunos personajes y personajas matan a la ética y a la estética al tiempo que tratan de defenderla en un teatrillo barato. Hay que reconocer en la pestilencia de muchos discursos mediáticos la capacidad de escenificación de la desvergüenza y en las actrices y actores que los verbalizan, y que me perdonen los profesionales del teatro, no sólo la ausencia de ética sino una deplorable imposición de la más ordinaria estética. Si el talento es escaso, hay que ver de qué modo la inteligencia deficiente se impone en algunos de estos personajes de la escena pública para oírles decir no sólo simplezas sino con frecuencia verdaderas ordinarieces. Los hay y las hay prudentes y prudentas en beneficio propio, pero en función del mismo beneficio las hay ordinarias que podrían dar lecciones de ética si la ética no exigiera una verdadera comunión con la estética. Y si algunos de los herederos o herederas de los ladrones no mantuvieran su devoción por ellos y por ellas.

Conozco, por ejemplo, a una de esas actrices desmesuradas de la escena pública, y que me vuelva a perdonar la gente del teatro, en la que la vulgaridad de su oratoria la convierte en ejemplo notable de una manera de ver y de contar no precisamente exquisita y ni siquiera verdadera. Todo eso contribuye a mancillar la política, que no es como algunos creen el espacio de la putrefacción, ni el territorio de la comunión, sino la oficina de servicio al ciudadano y un instrumento de la honradez. Tampoco la política es una religión, pero lo que no debería ser en ningún caso es una oficina de empleo fijo para quienes en la voluntad de servicio al ciudadano encuentran un medio de empleo, que es lo que al parecer buscaba una alicantina la semana pasada.

Pero mucho peor es que ese medio de empleo se convierta en una ideología para quien entra en la administración del espacio público con voluntad de mejorarse a sí mismo o a si misma en su economía. Parece que en la ciudad de Alicante, donde han prosperado notables corruptos y corruptas de diferentes niveles, como en otros lugares, ha surgido ese ejemplo de criatura que ha tenido la voluntad de retribuirse por medio de los votos de inocentes ciudadanos que entendían que la política en cuestión venía a trabajar por ellos. La ciudadana cargaba con la bolsa de Judas, como hizo ya hace unos cuantos siglos aquel discípulo de Jesús de Nazaret. Las formas de posible latrocinio o latrocinio real son tan antiguas que hasta están en la Biblia. Pero Judas era un traicionero y la traición abunda en el espacio social español.

No llamaré políticos a los traicioneros, que se traicionan incluso entre ellos mismos, porque la política es una actividad de los que rigen o aspiran a regir los asuntos públicos, que debe ser respetada, y no el espacio del lucro de tales aspirantes. En caso de que lo sea, como parece que a veces lo es, la política no es tanto un asunto de esos regidores que buscan empleo de modo zafio como una actividad del ciudadano que debe intervenir en los asuntos públicos con su opinión y con su voto. Pero es curioso que al repasar las acepciones que el diccionario de la RAE ofrece sobre la política se dé una, en concreto políticamente, que lejos de ser un término degradado al uso, nos invita a la conformidad a las leyes y a las reglas de la política.

La política es eso y es arte y doctrina, sí señor. Politizar cuenta el diccionario que es dar orientación y contenido político a acciones y pensamientos que generalmente no lo tienen. Y buena falta hace esa orientación, sin duda. Porque lo que por nuestros lares parece ocurrir es más bien lo que responde en el diccionario al término politicastro, que no es otra cosa que un político o política inhábil, rastrero, mal intencionado, que actúa con fines y medios turbios. Qué excelente definición no sé para quién o para quiénes.

Pero lo bueno del diccionario es que te ilumina y ves en seguida el retrato público de uno o de otra. De manera que el mismo politicastro es aquel del que el diccionario dice, al definir politiquear, que es, quien además de tratar de política con superficialidad y ligereza, hace política de intrigas y bajezas. ¿No conocen ustedes a ningún personaje o personaja público o pública que tenga esa afición? Yo sí, pero me callo. Lo veo o la veo intervenir o brujulear en política, que es lo que me dice el diccionario que significa politiquear, pero como también me dice que politiquear es hacer política de intrigas y bajezas, y en eso parece que los interesados y los corruptos son expertos y expertas.

En todo caso, prefiero al politicón y a la politicona, que se distinga por su exagerada y ceremoniosa cortesía, si no fuera porque el diccionario en este término se queda muy antiguo. Aunque tiene otra acepción que da al politicón y a la politicona por personas que muestran extremada afición a los asuntos públicos. Y esto es lo que de verdad la sociedad espera y necesita. No que des tus votos a un indocumentado o indocumentada para que los lleve a una oficina de empleo privilegiado y se salga con unas perritas.

La política -no espacio de lucro, sino actividad de los que rigen los asuntos públicos- no merece politicastros ni politicastras, como algunos y algunas de los que nos caen encima. Pero menos que se autotitulen políticos o políticas para manchar nuestro necesario espacio de vida. La política no es una cueva de ladrones, aunque con razón lo denuncien a veces algunos, pero tampoco debe ser una oficina de empleo para aquellos y aquellas que busquen en la política sólo un sueldo.

"A mí que me paguen"", dijo una. Y guardó sus votos como un tesoro con precio.

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