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Crítica 'Abrir puertas y ventanas'

La familia como conflicto

Ayer nos hacíamos eco en estas mismas páginas del descubrimiento de la joven argentina Milagros Mumenthaler, una cineasta fuera de norma, cuyo original sentido de la puesta en escena y cuya exquisita sensibilidad para hurgar en asuntos siempre vidriosos, como los conflictos familiares o la fiscalización de la memoria, la propia y la ajena, nos dejaba virtualmente cautivados.

Pues bien, esta tarde tendremos un nuevo encuentro con su escueta pero muy interesante filmografía a través de su multilaureada opera prima Abrir puertas y ventanas, película que contribuyó a auparla a la división de honor del cine independiente internacional tras la obtención del Leopardo de Oro y el premio a la mejor actriz en el festival de Locarno y el premio a la mejor película en el festival de Mar de Plata.

Se trata de una obra dotada de una inquietante complejidad, sugestiva, y arriesgada como pocas veces hemos visto en una debutante, que ya prefiguraba ese estilo pulcro, sutil, y transgresor que desarrollaría algunos años más tarde en La idea de un lago y con evidentes analogías con el cine del inolvidable Eric Rohmer.

A partir de un guion propio, Mumenthaler, a la que han comparado, y con razón, con su veterana colega y compatriota Lucrecia Martel por compartir casi un mismo campo temático, así como una cierta voluntad de estilo, nos introduce en la vida de tres hermanas adolescentes que comparten un mismo hábitat: la vieja casa de su abuela recién fallecida y una misma tensión emocional no resuelta que las sitúa en un contexto de hostilidad permanente como consecuencia de una infancia presidida por la inestabilidad y los fárragos familiares que, por mor del estilo, apenas se dejan entrever a lo largo de la película, aunque dichos conflictos constituyan el verdadero motor psicológico de la trama.

Abrir puertas y ventanas es un filme que bebe de diversas fuentes cinematográficas, unas más veladas otras más obvias, pero fuentes al fin y al cabo, algunas incluso provienen de determinados maestros del cine japonés, como Ozu, que le sirven a Mumenthaler como material de inspiración para construir una mirada personal a partir de una concepción particularmente poética del lenguaje fílmico, buscando más la creación de una atmósfera, de un clímax insinuado, que de una exposición abierta e inequívoca de las tormentas emocionales que asedian a sus tres protagonistas porque, de lo contrario, hubieran sobrado, creo, algunos de sus más bellos planos y determinados movimientos de cámara que nos conducen con frecuencia al fuera de campo, no como figura retórica sino como recurso estilístico para evitar a toda costa la transformación del conflicto en un solemne y bronco melodrama.

Y llegados a este punto no querríamos obviar un factor absolutamente determinante en los óptimos resultados artísticos de esta película y que le aportan otro poderoso plus de refinamiento a su realización: las actrices, cuya formidable actuación, especialmente la de Maria Canale en el papel de Marina, la hermana mayor sobre la que recae la ingrata responsabilidad de encontrar una solución al enquistado conflicto familiar, continúa persistiendo en nuestra retina muchas horas después de concluir la proyección.

No en vano, tanto en Locarno como en Mar de Plata, Canale sería distinguida por los respectivos jurados internacionales como la mejor intérprete femenina.

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