A parte de abonar la multa de 30.000 euros por vender acciones de Abengoa utilizando información privilegiada, el ministro Borrell también debería dimitir. El veterano socialista no tiene por qué asumirlo como un castigo, sino como una deuda con la sociedad: los ciudadanos no quieren en el Consejo de Ministros a gestores irrespetuosos con las normas, capaces de engañar para salvar su pellejo y poco fiables a la hora de manejar la información confidencial. Todos somos conscientes de la inteligencia política de Borrell, lo que hace aún más desafortunado su episodio de euforia bursátil. Aquí no se trata de lo alto que está el listón tras las dimisiones de Huerta y Montón por irregularidades con Hacienda y sospechas con un título académico, respectivamente. Está claro que lo de Borrell va en paralelo a estas dos renuncias, pero no es la cuestión. Volvemos a encontrarnos con un caso de demora injustificada de un político español ante una irregularidad, como si la venta de unas acciones con información privilegiada le resultase un tema de poca envergadura. Pero no lo es. Una decisión así conecta con los modos y maneras financieras que nos llevaron a la crisis económica más larga de la historia, con un agujero bancario desorbitado y con una corrupción sistémica aún en los tribunales. Nos encontramos, lamentablemente, en el ámbito estético de los tiburones, y no sería ejemplarizante para el presidente Pedro Sánchez verse acompañado de alguien que cometió un error llevado por el entusiasmo de la ganancia fácil, aunque el escualo fuese puntual. ¿Por qué se toman este tipo de decisiones? Primero, porque piensas que nunca te van a pillar, y segundo porque el infractor se cree revestido de una autoridad que lo lleva a considerarse por encima del bien y del mal. El minipelotazo fue de 9.000 euros, pero estando en el gabinete la cifra se multiplica hasta el infinito.
