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OBSERVATORIO

La detonación de McVeigh

Timothy McVeigh no solo detonó en 1995 la explosión del edificio federal de la ciudad de Oklahoma. Además, detonó la explosión del movimiento social ultraderechista, que a partir de ese acto terrorista ha ido creciendo como la espuma, primero en Estados Unidos, y después en Europa. McVeigh era un joven militar blanco, combatiente en la Guerra del Golfo (1991), de clase media rural, y un convencido por esa idea extraña de que el mejor gobierno, es el inexistente. A tal punto que, materialmente, aplicó la desaparición del gobierno federal en Oklahoma, matando a 168 personas, hiriendo a más de 500: niños, ciudadanos, funcionarios, policías. En 2001 se le aplicó la pena de muerte con inyección letal, en un presidio del estado de Indiana. Pero la explosión de McVeigh despertó y movilizó, de forma inconsciente y paulatina, a cientos de miles de personas contrarias al matrimonio homosexual, al aborto, a la educación sexual, a los impuestos, a la inmigración, al control de las armas, a la internacionalización de la vida, al escepticismo religioso. Incluso los contrarios a ese ente maléfico llamado gobierno, ese diablo que intimida en nuestra vida privada, vieron la luz con la deflagración de McVeigh.

Sí, se produjo una especie de catarsis entre el acto de McVeigh, y todo aquel enjambre de microgrupos independientes, y cuasi-informales. Y lograron construir el movimiento ultraconservador norteamericano, que hoy sostiene en la presidencia a su representante. Ese movimiento social tiene múltiples fuentes ideológicas, engarzadas por la oportunidad política de los acontecimientos, y por la figura (patética) del presidente del país. Desde el patriotismo extremo, hasta el moralismo tradicional, pasando por el antiecologismo, el capitalismo de libre mercado puro, el evangelismo protestante, el antifeminismo, el racismo supremacista blanco, el neonazismo, y el poder blanco de los cabezas rapadas ( skinheads); el antiabortismo, y los antisistema que defienden que todas las grandes empresas son creaciones de una orquestada conspiración judía que controla el mundo y nuestra vida cotidiana. Estos pirados últimos, hablan de un Apocalipsis de guerra racial, entre blancos, y no blancos y judíos (en qué categoría racial estaremos, por ejemplo, los españoles, es algo a preguntarles, pero me temo lo peor).

Como vemos, este amplio movimiento social que se acerca es el posfascismo que nos espera. Tendrá la propia marca de cada país, y tendrán sus propias raíces y preferencias ideológicas, aquí en Europa. Utilizarán medios y recursos culturales para hacerse oír, desde la música hasta los juegos de ordenadores, y por supuesto, tratarán de ganar terreno en los medios de comunicación tradicionales, radios y televisiones, primero en segmentos marginales, locales y periféricos, y luego en niveles más nucleares y centrales. Correrán por Internet, y arderán en las redes sociales. En su imaginario colectivo estaremos los enemigos: liberales, mujeres, jipis, demócratas, gais, lesbianas y otras diversidades sexuales, humanistas, ecologistas, musulmanes, globalistas y minorías nacionalistas.

La causa principal de esta regresión ideológica procede de la caída de la clase media, especialmente la clase media baja. Autónomos, profesionales, y técnicos desplazados por una nueva economía global y tecnológica, que se ven desprotegidos por un "Estado de bienestar" que no les compensa, y donde sus hijos con carreras universitarias trabajan de camareros por setecientos euros al mes. En la parte baja: trabajadores poco cualificados que han sido degradados en su nivel de vida, como consecuencia de ese sistema económico que traduce el éxito, en reducir los costes laborales (incluso hacerlos desaparecer), y en expandir los instrumentos tecnológicos por el tejido productivo. Los grandes sacrificados han sido los varones blancos poco cualificados, y los profesionales desplazados por una economía que ya no demanda los mismos servicios que antaño.

Estos "perdedores de la modernización", se ven vulnerables socialmente, y se ven amenazados por el flujo incesante de inmigrantes pobres de África, Asia y Latinoamérica. La Gran Recesión de 2008, y las políticas de austeridad emprendidas en países como Grecia, Italia y España, han intensificado la decadencia de las clases medias y bajas. En la medida que la desigualdad, la precariedad laboral y la pobreza se extienden en nuestras sociedades, los afectados sienten que los gobiernos no atienden a sus necesidades individuales y a las de su familia, y lo que es peor: que los gobiernos no responden a sus expectativas. Sobre este lodo, emerge el resentimiento. Lo que al principio fue vergüenza por la venida a menos, ahora es rabia contra los políticos inútiles que los han hundido, que no saben reflotar el segmento desprendido, y para colmo de males, permiten la entrada de miles de inmigrantes pobres.

El posfascismo que viene tiene fuertes raíces emocionales, por lo que la explicación de sus causas puntuales, y la predicción de su expresión electoral, en cada convocatoria, distrito o mesa, será una quimera. Lo cierto es que la insatisfacción con la política convencional, más las actitudes negativas hacia la inmigración, llevan el sello del voto a la ultraderecha. Quién sabe desde la cólera y la vergüenza reprimida, hasta dónde se puede llegar en la desconfianza política, y en la desafección hacia las instituciones públicas.

Pero las causas profundas están en la inseguridad y en el miedo que se ha instalado en buena parte de las sociedades desarrolladas. Inseguridad por el empleo, cada vez más inestable, poco valorado, mal pagado, y sujeto a decisiones imprevisibles; inseguridad por los hijos, cuyos proyectos de vida se hacen añicos, mientras permanecen en los hogares de los padres, descolocados, sin saber qué hacer; inseguridad por las instituciones públicas, que no responden con agilidad, eficacia, y humanidad, a los graves problemas personales y familiares que se acumulan. La crisis del sistema sanitario, con sus dilatadas listas de espera, es un ejemplo concreto de la alienación que sienten los ciudadanos desprotegidos. Pero el miedo es el sentimiento definitivo, el miedo al presente y al futuro, el miedo a la pérdida de la identidad, que es la que define los rasgos y el carácter que nos han permitido sobrevivir (la raza, la nación, la cultura); el miedo a la vida va a cegar a miles de ciudadanos venidos a menos, que ya no creen en las mieles que reparten, sin ton ni son, los gobernantes convencionales, y los directivos de las grandes corporaciones.

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