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OBSERVATORIO

Ochenta años sin Machado

Necesitábamos ser algo y Machado nos dio un ser. Junto con Camus, fueron los dos pedagogos de mi generación, o al menos de esos estratos sociales en los que crecí. Camus nos enseñó a creer que ese mundo de pobreza y luz, que también era el nuestro, no sólo no era contradictorio con una felicidad tan intensa que no dejaba de sorprendernos, sino que era su suelo más fértil. De aquella improbable, inmerecida, pero rotunda síntesis de pobreza y gozo, surgió el más firme compromiso de unas bodas con los bienes sencillos del mundo. Nosotros no teníamos el mar de Orán, pero no dejábamos de emocionarnos cuando leíamos algo sobre su abuela andaluza. Luego supimos que eso en Argelia quería decir española pero que en realidad procedía de Baleares. Daba igual. Camus siempre fue uno de los nuestros, desde que pusimos el ojo en el estudio del viejo Charles Moeller, aquella serie de volúmenes sobre Literatura del siglo XX y Cristianismo, que editaba Gredos.

Machado era, además, nuestro paisaje y nos ayudó más que nadie a sentir que no éramos hijos del aire y de la nada, sino de una tierra mítica. Allí donde alzábamos la vista, allí veíamos un verso de Machado. No mirábamos despreocupados realidades sencillas. Mirábamos alrededor con la percepción atenta de quien lee un libro, y todo lo que veíamos estaba atravesado por la belleza de su poesía. El inmenso olivar, las encinas a mitad de camino de Úbeda a Baeza, la gigantesca cabeza del Natín, ese volcán dormido de nuestra imaginación presidiendo los silencios de Sierra Mágina, el águila dispuesta a emprender el vuelo de la peña de Quesada, la lechuza que se deja ver al anochecer y que alborea con las madrugadas, todo había sido cantado, fijado, sublimado. Machado nos enseñó a valorar todo lo que nos rodeaba con la atención debida a su dignidad. Todo resultaba importante porque él lo había idealizado. Aquel paisaje se convirtió en el comparativo platónico de toda emoción ante la realidad. A cualquier cosa le exigíamos que no nos decepcionara, que estuviera a su altura. Machado así nos educó y nos dotó de interioridad. Recuerdo el día en que mi hermano mayor, Antonio, siempre por delante, nos trajo a casa el volumen de Losada de sus Obras Completas. Rojo el cuero, doradas las letras, de papel biblia sus finas hojas, fue en verdad un libro religioso para nosotros y como tal lo reverenciamos. Conocíamos la poesía por la vieja edición de la colección Austral. Alguna selección de prosa nos había llegado por el anticipo que hizo Aurora de Albornoz en Cuadernos para el Diálogo, que llegaba puntual a nuestro entorno. Pero la edición que ella preparó para la Losada argentina incorporaba todos Los Complementarios y era otra cosa. Por fin el pensamiento de Machado alcanzaba la dignidad debida. No era solo el paisaje ideal preservado ante nuestros ojos. La fuerza profunda de Juan de Mairena consistía en que oíamos hablar a una humanidad que no estaba distante de nuestros mayores. Una vez dijo Ortega que el amor consiste en buscar la perfección de la cosa, en amarla según su idea. Eso era Juan de Mairena, uno de esos hombres del sur como los que yo veía a mi alrededor, pero que les ofrecía el ideal a todos ellos. Natural, atento, sutil, inteligente y bueno; no hemos tenido jamás una idea más refinada de lo que es el maestro.

Lo fue de todos nosotros y es posible que siga siéndolo. Que lo fue, desde luego. Recuerdo cuando yo estaba realizando las oposiciones en el Colegio San Juan de Ribera de Burjassot. Era una tarde de primeros de septiembre. Habíamos pasado las pruebas y ya estábamos en la entrevista final. El director, don Joaquín García Roca, me llamó al jardín. En medio de una de las explanadas rodeadas de pinos y naranjos, recuerdo que me preguntó por qué veía preferible vivir en un colegio mayor que estudiar por mi cuenta. Yo invoqué a Juan de Mairena y le di mi razón: aunque algunas cosas puedes aprenderlas solo, otras sólo te las pueden enseñar los demás. Por supuesto que un adolescente de dieciséis años da a estas palabras un sentido extraño. Sin embargo, nada cae en el alma sin brotar, tarde o temprano. De todas las parábolas evangélicas esa de la simiente que cae entre piedras y no da fruto me pareció siempre la menos acertada. Todo da fruto. Así que por frágil que fuera el sentido de los otros a esa edad ufana, lo relevante era estar siempre dispuesto a aprender con ellos. Luego uno sabe que los otros te hacen sufrir cuando te enseñan, y que la relevancia de lo que aprendes es proporcional al dolor que te ofrecen. Pero si haces de la vida un aprendizaje, entonces todo se supera.

Creo que eso nos legó esta serie de fragmentos en los que Juan de Mairena habla a sus alumnos, incluido el oyente: una voluntad de aprender sin límites. La generosidad de Mairena también nos enseñó a no dar nada ni a nadie por perdido. Mi querida profesora de Literatura de 6º de Bachiller, María Dolores González Guzmán, que lo sabía todo, nos dijo que esas conversaciones y coloquios constituyen la mejor prosa que se ha escrito en España en el siglo XX. Por supuesto, nosotros lo creímos a pie juntillas y todavía estoy dispuesto a discutirlo con cualquiera que lo niegue. Sin embargo, lo que nos ofreció Machado en esa prosa elegante y serena, inigualable, es un ideal de humanidad que debería constituir cierta forma perfecta de ser español. Esto se comprueba cuando vemos que, incluso aquellas series que escribió Machado en plena Guerra Civil, están atravesadas por la serenidad, la ecuanimidad, el sentido de la justicia, la profunda aspiración a la concordia y la vista puesta en el futuro de los españoles.

Por supuesto, esas tiradas contrastaban con una situación desesperada en lo personal y en lo colectivo, pero Machado se atuvo con fidelidad al personaje y mantuvo firmes las fibras más profundas de su alma. Allí conectó con algo valioso también para nosotros. Por mucho que sepamos que nuestro mundo se ha entregado a la prisa y a toda la barbarie que ella trae consigo, como la desatención y la injuria, y por mucho que sepamos que Machado es inactual, buena parte de lo que nos caracteriza, de aquello que nos enorgullece, tiene que ver con la capacidad de ser fieles a esos ideales que encierra la cultura popular. Eso representa Juan de Mairena.

A los 80 años de su muerte, una amiga ha colgado en su muro la foto de Machado antes de pasar la frontera, descansando en una aldea de Gerona, entre los días 23 y 26 de enero de 1939. No es muy conocida. En ella el poeta está acompañado de otros refugiados anónimos. Tres de ellos han escuchado la voz del fotógrafo. Alzan la cara y disponen el gesto. Sus abrigos están sucios, pero ellos están vivos. Machado no. La cabeza ya no tiene fuerza para dirigirse a la cámara, las manos caen sin fuerza y el cuerpo pesa como el plomo. A la derecha, el bastón apenas se sostiene. El gesto más bien parece como que escribiera algo en tierra. La mirada se nos oculta, porque la derrota no quiere ser vista, pero parece atenta al texto que emerge de la tierra, o quizá a la voz que lo llama. No podemos imaginar la energía que llevará ese cuerpo hasta Colliure. Quizá lo que escribe en la arena le dé fuerzas. Imagino que en tierra emerge este juicio: "Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno". Quizá Machado comprendió aquel día lo que significaba esta frase, que para nosotros es un enigma. Mientras vivamos, sin embargo, ni la olvidaremos ni desistiremos de entenderla.

José Luis Villacañas.Catedrático de Filosofía

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