Con el verano ya a la vuelta de la esquina, todo parece indicar que las perspectivas políticas y económicas, tanto nacionales como internacionales, no van a resultarnos fuente de satisfacción precisamente. Si, al menos, los sufridos ciudadanos pudiéramos albergar la esperanza de que nuestros mandatarios fueran capaces de aprender de sus errores, tal vez nos resultaría más sencillo enfrentar con otra actitud el porvenir que se avecina. Pero el hecho cierto es que estamos convocados a otra importantísima cita electoral el día 26 de mayo y en la calle se continúa palpando la desafección que produce en la mayor parte de la ciudadanía la elección de sus representantes municipales, autonómicos y, sobre todo, europeos.

Bien mirado, quizá sean las diferencias insalvables que presentan los distintos países de la Unión las que expliquen el fracaso de esa Europa global a la que sus dirigentes dicen aspirar. En ese sentido, no estaría de más preguntarse qué es la UE o, al menos, qué queremos que sea. Mi percepción personal es que el concepto "desaparece" en su propio triángulo de las Bermudas: lo que dicen sus tratados fundacionales, lo que expresan sus líderes en las cumbres internacionales y lo que se percibe en cada Estado de puertas para adentro.

De entrada, el sentimiento de europeidad no es ni mucho menos equivalente en sus veintiocho miembros. Incluso en algunos de ellos -particularmente los de la zona meridional- brilla por su ausencia. El norte sigue mirando hacia el sur con recelo y el euro no ha sido argumento suficiente para crear un imprescindible vínculo de pertenencia que, amén de lo que figure en nuestros respectivos carnés de identidad, ayude a que nos sintamos también europeos. Es palpable que en el Viejo Continente nos hallamos a años luz de compartir un mismo espíritu y de reconocernos a nosotros mismos -seamos españoles, alemanes, griegos o franceses- como un bloque homogéneo.

Hemos llegado a un punto de no retorno en el que el tan manido debate de la Europa de dos velocidades se reedita una y otra vez demorando la mejor solución, que probablemente pasa por abandonar los patrones antiguos y comenzar un edificio nuevo desde la base. Dadas las circunstancias, está claro que con una moneda común, una idéntica política fiscal y monetaria, un margen de déficit que nos viene impuesto y unos compromisos cada vez más exigentes por parte de Bruselas, el concepto tradicional de Estado soberano que se explicaba en las universidades ha quedado obsoleto.

Aun así, creo que el pecado de los actuales gestores europeos radica en estar demasiado atados a sus realidades nacionales -en definitiva, las que les aseguran o no la reelección de sus cargos- y que, mientras tanto, su negativa a dar el salto definitivo a la verdadera unidad salpica a la ciudadanía global, hundiéndola en unas desigualdades sociales cada vez más flagrantes. En cierto modo, se trata de un fenómeno que los propios españoles llevamos padeciendo décadas por culpa del modelo autonómico, en virtud del cual un recién nacido canario o extremeño no parte en igualdad de condiciones respecto de otro navarro o madrileño, por citar tan sólo algunos ejemplos.

Por lo tanto, sin una mayor integración política, la propia integración económica y, por supuesto, afectiva, se verá abocada al fracaso definitivo. Europa necesita replantearse qué quiere ser dentro de un mundo que avanza con o sin ella y cuyo futuro pasa inevitablemente por Asia. Los expertos afirman que lo más apropiado sería ceder la toma de decisiones trascendentales fuera de las fronteras nacionales, dejarlas en manos de otros órganos que representasen a ese nuevo pueblo que ya no sería español, italiano, belga o sueco sino, sencillamente, europeo, y apostar con firmeza para que aquel hermoso sueño que inspiró un día la creación de la Unión Europea no acabe transformándose en una amarga pesadilla ante la ausencia de un sentimiento de europeidad. Desde luego, mucho van a tener que esforzarse los próximos cargos electos para abordar tan ardua tarea.

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