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Reflexiones

La democracia de los encapuchados

Mi relación con Ernesto Sábato viene de lejos. Uno de sus personajes más conocidos lleva por nombre, precisamente, los apellidos de un servidor. Por otra parte, me encanta su escritura, concisa y contenida. Y, para terminar el cuadro, en más de una ocasión, para mi particular sorpresa, me confunden por el aspecto y el acento con un argentino. Por ello, las obras del sudamericano me resultan cercanas, aparte del valor literario que puedan albergar. En uno de sus primeros libros, bien recibido por la crítica de la época, Juan Pablo Castel cuenta su historia, la de un pintor que narra en primera persona el crimen de la mujer que mejor supo entender sus creaciones. Hasta aquí, lo habitual y consagrado, pero El túnel es mucho más. También es el reflejo de María Iribarne, una figura oscurecida por la pasión enfermiza del hombre que la acuchilla. En los capítulos en los que logra alcanzar la voz, la presencia del autor se hace más tangible, como si en la destinataria de los celos de Castel se encontraran la inteligencia y la sensibilidad que Sábato hubiera deseado para la propia humanidad. Siempre me ha gustado pensar que el escritor, más que el relato de un asesinato pasional, perfiló una historia de amor.

En una de las cartas que le devuelve al atribulado pintor, María rebosa poesía y misterio. Reconozco que Sábato, con estos breves retazos, aparte de completar un personaje, nos muestra el poder descarnado de la palabra. "Es curioso, pero vivir consiste en construir futuros recuerdos", es una frase que por sí sola tiene tal fuerza que se podría construir una novela alrededor de ella. Por si hiciera falta, tras leerla, uno entiende al Castel enamorado. Sin embargo, este aforismo de Sábato tiene más empaque que el de un simple episodio epistolar. Por ejemplo, lo que hacemos ahora, se quiera o no, en un tiempo más o menos próximo, determinará lo que seremos. Sentir el recuerdo como una vivencia poderosa, a veces, resulta gratificante y, en otras, una experiencia sofocante.

En las pasadas elecciones de mayo, en la ciudad de Ceuta, la presidenta de una mesa atendió a los votantes con un niqab, el atuendo que sólo deja visibles los ojos de la mujer que lo porta. Me pregunto -y, de paso, les pregunto- cuál sería el recuerdo que construiría un niño de corta edad si, acompañando a sus padres, viera que la fiesta de la democracia se asocia con la sumisión y el velo. Me pregunto, si la vida consiste en recordar, algo que ya apuntara Platón, cuál será la experiencia de libertad que esta mujer ofrecerá a sus hijos. Me pregunto si nosotros, de alguna manera, no estamos permitiendo que el gesto soberano de depositar una papeleta en la urna se esté devaluando hasta el extremo de que el orgullo que uno experimenta al escuchar la palabra "vota" termine por ser una cosa distinta a lo que originalmente se pensó. En cada mesa electoral se resuelve el protagonismo de la persona para la democracia; sin esconderse ni humillarse, toma para sí el valor de una decisión. Temo que, de cundir el ejemplo, la nuestra será una democracia de velos y capuchas, de miedos y recelos. María Iribarne, una mujer de ficción, ya nos avisó desde las páginas de una obra con un título más que revelador. Yo no quiero entrar en ese túnel incierto en el que la sumisión dicta el camino hacia no se sabe dónde.

Juan Francisco Martín del Castillo. Doctor en Historia y profesor de Filosofía

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