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Javier Durán

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Javier Durán

Selfi en los girasoles

El amarillo ciega cualquier desaliento, como así ocurrió con los girasoles que Van Gogh pintó en Arlés, lugar que le dio una paz nada duradera. De ahí que esa peregrinación a Guayedra para hacerse un selfi en un cercado plantado de esta flor de la vida no sea un mero capricho, sino más bien un karma después de la selva. Resulta paradójico que se hable tanto del paisaje, de procrearlo y dignificarlo, cuando ocurre que con un sencillo sembrado de girasoles se logra el milagro del retorno a la naturaleza. En un mundo donde el orden natural se despedaza por fuerzas interiores, no es extraño ver a gente, a mucha gente, correr insaciable entre este envoltorio amarillo. A fin de cuentas es atrapar el sueño, abrazarse a él y flotar en un prado que es lo más que se asemeja a la felicidad y a la libertad. Jóvenes que se besan entre las flores; recién casados que se estrenan en la nueva vida cubiertos de la lechada áurea; niños a los que les brillan los ojos porque no saben bien dónde están; matrimonios que se van a celebrar entre girasoles las bodas de oro porque creen estar en una tierra de promisión; enfermos que salen de sus casas para recibir el aire curativo de la planta... Una procesión inédita a este lugar de Gran Canaria, entre Agaete y La Aldea, por el que transitan los espíritus de los aborígenes al mando del bautizado como Fernando Guanarteme, antes Tenesor Semidán. Paraje telúrico, lleno de ruidos profundos, interrumpido por este manto construido para saciar a las abejas, pero también a los humanos necesitados de una fuga. En esta Isla se celebran las apariciones de los paisajes, en su mayoría cambios de tonos efímeros, muy leves en el tiempo, pero de una belleza única por su excepcionalidad. Los girasoles que surgen al lado de la cinta de asfalto forman parte del catálogo. Duran lo que dura el ciclo, y luego decaen. Se contará igual que algo oculto entre las tinieblas, como un episodio que provocó trastornos, que estaba al borde de la irrealidad. Muy pocos veces se puede ver, enriquecido por el azul del mar, lo que vio Van Gogh desde la ventana de su casa de Arlés, donde no pudo salvarse pese al amarillo incandescente.

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