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Reflexión

Cuando lo que se está buscando ya se tiene

Un nuevo proyecto de ley procesal penal pone sobre la mesa, de nuevo, la propuesta de que sean los fiscales los que lleven a cabo la instrucción. Y, nuevamente, surge la pregunta ¿qué es lo que se está buscando? ¿cuál es el objetivo de esa propuesta, la mejora que se conseguiría con ella? Y no hay otra respuesta que la de: “¡la instrucción al fiscal!”, que viene a ser como una especie de mantra inevitable que surge cada vez que alguien se plantea actualizar nuestra venerable y recauchutada Ley de Enjuiciamiento Criminal.

Si lo que se pretende es que el órgano que investigue sea diferente del que va a juzgar, eso ya lo tenemos: el juez de instrucción, de invención francesa incorporado a nuestro ordenamiento en el siglo XIX. Si lo que nos molesta es el nombre, porque en muchos países el órgano que desempeña esa función no se llama juez, llamemos de otra formal a los juzgados de instrucción y a sus titulares.

Pero, por favor, no rompamos el equilibrio modélico que existe en la fase de investigación de nuestro sistema de justicia criminal tal como está diseñada, aunque su puesta en práctica no esté exenta de limitaciones. Pongámonos en el lugar del investigado en un proceso penal e imaginemos que nos dan a elegir, estando en esa tesitura, entre dos modelos de investigación: uno en el que quien dirige la investigación puede acabar siendo el acusador en el juicio, puede recibir indicaciones de sus superiores, puede ser apartado del asunto y sustituido por otro, y cuyo máximo jefe lo nombra el Gobierno; y, como alternativa, otro sistema en el que quien dirige la investigación es un órgano que no tendrá ninguna intervención en el juicio y que es independiente e inamovible. ¿Qué elegiríamos?

Salvo que fuéramos políticos y pensáramos que podemos influir en el Fiscal General creo elegiríamos el segundo sistema, que es el que tenemos en la actualidad. Un sistema, el actual, en el que tanto el fiscal como el investigado pueden –y tienen que– solicitar las diligencias de investigación que estimen convenientes al juez de instrucción; en el que el juez que acuerda la entrada y registro o la intervención de unas comunicaciones no lo hace a ciegas, porque conoce los pormenores de lo que se está investigando. ¿Se imaginan que unas diligencias de investigación se declararan secretas y que fuera únicamente el Fiscal el que decidiera, a espaldas del acusado, qué diligencias de investigación se practican, qué testigos se interrogan, etc.?

No existe ni una sola ventaja en el sistema que se propone y serían irreparables las pérdidas, especialmente la de la igualdad ante la Ley. Pero, ¡no! –pueden objetar los defensores de “¡la instrucción al fiscal!”–, no es así lo que se propone, porque ese Fiscal, que dirigirá la investigación, sería un fiscal especial, independiente e inamovible que no intervendría para nada en el juicio para nada. Bien, entonces: “¡voilà!” con ustedes, el nuevo, el definitivo, el incomparable juez de instrucción que ya tenemos. No se trata de tener o no confianza en los profesionales que integran el órgano, que para mí merecen el máximo respeto y consideración por su competencia e imparcialidad probada. Es simplemente una cuestión de cómo está configurado el órgano. Y ese es el escollo, difícilmente salvable, para que la propuesta salga adelante: que constitucionalmente el Ministerio Fiscal ejerce sus funciones por medio de “órganos propios conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica” (art. 124 de la Constitución) y, por eso, las personas que lo integran son “representantes” del Ministerio Fiscal. No creo que una reforma así fuera compatible con los estándares del “rule of law” europeo.

JESÚS-MIGUEL H. GALILEA. PROFESOR DE DERECHO PROCESAL

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