La Provincia - Diario de Las Palmas

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Antonio Perdomo Betancor

En estado de inopia

Había llegado con cierta antelación a la estación de Santa Catalina por un viaje inopinado, forzado por las circunstancias.

Lo mágico, a pesar de la primera reacción de disgusto, fue que, en un instante infinitesimal, mi maleta que previamente había colocado en la bodega de la guagua, desapareció. Anticipo que momentos antes me había quedado en la inopia, en uno de esos estados de indigencia atencional. Los profesores de Enseñanza Secundaria de la década de los setenta recurrían a esta palabra como un latiguillo reprobatorio, asaetaban a los estudiantes flipados, o así, y, temibles, esos mismos profesores te advertían híspidamente con la siguiente admonición: “¡está usted en la inopia, Fulanito de Tal!”. La inopia es una situación mental que, abrupta y repentinamente, escinde la realidad y espontáneamente crea una alteridad de modo que la mente queda instalada en otra parte. Corta como un cristal un espacio en dos. De facto, me encontraba, pues, radicalmente habitante de un espacio matrixiano. Del tiempo que estuve allí nada sé, pero, por otra parte, es poco menos que irrelevante, son dos tiempos que transcurren por viales diferentes. El tiempo del interior puede ser de milisegundos, o indeterminado, seguramente esa cuestión pertenece a la esfera de lo indiscernible. Y así que, ingresado de facto en la desatención de cara a la estación de Santa Catalina, el tiempo transcurría. Lo cierto es que en esa situación se producen fenómenos poco convencionales, otro tipo de fenómenos, incalificables, nada homologables a los cotidianos. No sería nada extraño que los conocimientos adquiridos estuviesen enajenados del sistema cognitivo al uso, sea porque obedecen a otra nomología o por razones que desconozco. La desconexión de una realidad externa por causa de una sobreabundancia de lo mismo, pienso. Definir si estos estados incalificables alteran la microgeografía neuronal o si influye en las decisiones que toman el sujeto y su entorno humano resulta naturalmente difícil de evaluar. Los sistemas evaluativos de la mente, de la ciencia en general, prestan cada vez mayor atención a esta fenomenología. Sorprendentemente en la vida ordinaria, a pesar de la dudosa acogida de los hechos extraordinarios en su sentido etimológico, cabe una riqueza de realidad tal que, incluso los sucesos triviales y descatalogados, tomados por naderías, conciernen extraordinariamente a la vida particular de las personas y a la general de la humanidad por cuanto incumben al campo de lo inmaterial, también. Fenómenos de ese tenor los novela don Miguel de Cervantes bajo el nombre de encantamiento, y que se los hacía padecer a su personaje don Quijote, donde se anticipa un cambio de escenografía instantánea, en su caso, para evitarle alcanzar mediante sus hazañas la gloria anhelada. Una forma de explicarlo, sin duda. De cualquiera de las maneras, esta tipología de sucesos con nombres diversos abunda en la literatura y no menos en la ciencia y bajo cuyo estado aporta una sustancialidad metacognitiva que la vigilia no procura. En ese teatro de operaciones que dota el estado de inopia, imagino, se producen infinitesimales variaciones en los sujetos que viven el mundo de lo real. Sus efectos, aparentemente insignificantes, delicadísimos cambios, inapreciables directamente, modificaciones también ínfimas crean alteraciones nada desdeñables si no esenciales. Lo que vive el sujeto lo vive, a su vez, en ese escenario como otra vivencia de consecuencias posibilistas, son vivencias separadas de la realidad circulante en el entorno exterior que delimita el mundo. La psique-emocional permanece en otra esfera, de las muchas que puede vivir el sujeto. Estando todos en el mundo, no somos todos del mundo con la misma intensidad ni grado. Pero la ausencia de estar en el mundo de lo real condiciona el curso de las cosas. De vuelta de ese estado de desconexión temporal, don Daniel Guillén, el chófer, a la vista de la pérdida de mi maleta, realizó unas llamadas con unas dotes detectivescas dignas de la elegancia y eficacia de Hercule Poirot, y unos minutos después, con un gesto que por su desenvoltura aventuraba buenas noticias, me comunicó que mi maleta de viaje estaba localizada en otra estación. Le di las gracias encarecidamente, y proseguí mi destino.

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