La Provincia - Diario de Las Palmas

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Martín Alonso

Felicidad y sentimiento de pertenencia

Esta es una historia real. Los hechos descritos en este texto tuvieron lugar en Las Palmas de Gran Canaria en 1997. A petición de los supervivientes, se han cambiado los nombres. Por respeto al CD Tenerife y al Frente Blanquiazul, el resto se cuenta exactamente como ocurrió.

Todo sucedió el 8 de octubre de 1997. Esa fecha la teníamos grabada a fuego desde el día que tuvo lugar el sorteo de la segunda eliminatoria de la Copa del Rey de aquel curso. Por proximidad geográfica, no había escapatoria: a la UD Las Palmas le tenía que tocar el CD Tenerife. Por aquel entonces, el equipo amarillo aspiraba al regreso a Primera División tras casi una década de exilio vagando por Segunda y Segunda B. Por contra, el recuerdo de los días de vino y rosas permanecía aún fresco en la memoria del club blanquiazul.

Frente a ese pasado reciente, las tendencias ya marcaban un cambio en el panorama futbolero de las Islas. En 1995, la UD Las Palmas –todavía con la etiqueta de Segunda B en la solapa– había dejado al CD Tenerife en la cuneta de la Copa del Rey a base de paradones de Manolo López. Y en 1996, con Pacuco Rosales al mando, provocó la madre de todas las fiestas una noche de verano en Las Canteras con el ascenso a Segunda tras golear al Elche CF en el Martínez Valero.

Aquella eliminatoria de Copa, en aquel contexto, debía marcar otro golpe de autoridad de la Unión Deportiva en su empeño por demostrar, cuestiones futboleras mediante, quién mandaba en Canarias. Por eso teníamos marcado a fuego la fecha del 8 de octubre. Tocaba estar en el Insular. Por una cuestión de sentido de pertenencia, por estar con el equipo y por aspirar a ser testigos de algo grande.

El fútbol moderno, sin nosotros verlo venir, nos dio en los días previos un primer aviso sobre lo que estaba por llegar. La UD Las Palmas y el CD Tenerife vieron el duelo como un negocio y, tras vender los derechos televisivos de la eliminatoria a Canal Plus, decidieron declarar los partidos como días del club. Así que los abonados tenían que pasar por caja y las entradas, para el resto de los mortales, pasaron a categoría de objeto de lujo.

Para nosotros, un grupo de adolescentes del Polígono de San Cristóbal –para los nacidos antes de los 90 nunca será la Vega de San José, lo siento– , el panorama se complicó sobremanera. No había dinero en los bolsillos para pasar por taquilla, no teníamos Canal Plus en casa y ver el partido en cualquiera de los bares del barrio significaba estar muy cerca de algún problema pasadas ciertas horas de la noche o las primeras consumiciones de los habituales del garito.

Con esas perspectivas, el mismo día del partido optamos por la aventura: una expedición en la 12 hasta el Estadio Insular para disfrutar del ambiente previo y, con cierto tiempo de antelación, cruzar Paseo de Chil y subir hasta las arenales para ver gratis, al menos, la mitad de aquel derbi. Allí nos juntamos una amplia representación del barrio. Lo mejor: el Mandarria, el Verruga, el Korea –así, con K–, el Chino, el Búho, el Bakalao, el Cabesssa –sí, con tres eses y sin rastro de la z– y, si la memoria no me falla, el Lagarto –algún día contaré su vacilada a Zeljko Obradovic y su historia sobre el último regreso de Pedro Martínez al Granca–.

Nos gozamos la llegada de los dos equipos al estadio por la zona de la Puerta 0 y nos aprovisionamos de todo lo necesario para disfrutar del partido antes de enfilar el camino hacia los arenales. Pero antes de cruzar Paseo de Chil, el Verruga y el Mandarria tuvieron una ocurrencia que al final resultó ser providencial para todos: asomarse por uno de los arcos superiores que tenían los portones de salida de emergencia de la Grada Curva.

Aupado sobre las manos del Mandarria, el Verruga se dio cuenta que aquella puerta estaba abierta, totalmente liberada de cualquier medida de seguridad. Descubierta aquella rendija, un tipo con cara de susto y un casco de moto en su mano derecha se nos acercó a toda prisa. Nuestra primera sospecha nos hizo temer que fuera un policía de paisano. Él, de inmediato, nos despejó las dudas: había comprado, a medias, una entrada con un amigo que, desde el interior, había desbloqueado aquella entrada.

Al ver el número de integrantes de nuestro grupo, el tipo nos dio unas instrucciones muy claras que debíamos cumplir a rajatabla para entrar en el estadio y ver por la cara aquel derbi. “Mi colega”, apuntó, “se asomará cuando el vigilante se aleje de la puerta, porque no hay suficientes y no se quedan siempre en el mismo sitio, y nos avisará para entrar. Pero tenemos que pasar de dos en dos para no dar el cante”.

Cuando alguien, desde el interior del Insular se asomó y susurró algo, incumplimos por completo el trato que habíamos alcanzado en Paseo de Chil con aquel hombre que había pagado a medias una entrada con un amigo. 23 años después no sé qué murmuró aquella cabeza que empezaba asomarse por el punto más alto de la Curva: entramos como una manada desatada y corrimos como gamos grada abajo y sin mirara atrás.

Desconozco si por entonces Seguridad Integral Canaria se encargaba ya de la vigilancia del Insular, pero aquel episodio debió ponernos en antecedentes de lo que estaba por venir. Con toda la expedición dentro del estadio –incluido el Bakalao, al que una señora que paró su coche en Paseo de Chil, le regaló una entrada que le sobraba– nos plantamos en la parte baja de la Curva, la zona en la que siempre se ubicó históricamente la gente del Polígono de San Cristóbal. Y allí, en un rincón –pegado a la Grada Sur– nos topamos con el Frente Blanquiazul.

El ambiente andaba calentito cuando uno de los nuestros, sospechamos –por una cuestión de antecedentes y su sonrisa de satisfacción– que el Cabesssa –¿qué será de él?–, lanzó algo contundente al núcleo del Frente Blanquiazul. Aquello entró en ebullición y sólo la intervención de la UIP evitó males mayores –“ustedes, por jugar en casa, se van a llevar la primera hostia”, nos soltó uno de los antidisturbios a modo de advertencia–.

Sin más sobresaltos que algunos insultos de ida y vuelta, la pelota empezó marcar el destino de aquella noche. Y no empezó muy bien. A los tres minutos Kodro hizo el 0-1, lo que desató la burla del Frente Blanquiazul hacia todos nosotros. Lo que vino después, sin embargo, fue uno de los momentos que más felicidad me ha generado la Unión Deportiva. En menos de media hora, como un torbellino, Las Palmas pasó por encima de aquel CD Tenerife que en verano se había autoproclamado como el mejor de su historia.

Tres goles, uno de Turu Flores y dos de Merino –todos anotados en la Curva–, dieron forma a un señor meneo de Las Palmas al Tenerife, que antes del descanso recortó distancias con una diana de Alexis Suárez. No recuerdo mucho más de aquel partido, pero en mi memoria queda la felicidad de aquella noche junto a unos amigos y la Unión Deportiva como motor de nuestra alegría. Aquello debía ser el sentido de pertenencia. No lo sabíamos, pero lo disfrutamos. Ojalá eso no se pierda nunca. Aunque se tenga que proteger de manera clandestina, familia a familia y al margen de los que mandan en el club –más preocupados por la unidad productiva que del balón y su gente–.

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